Se ha extendido la opinión de que los gobiernos del Estado han sido mejores para los ciudadanos cuando no obtuvieron mayoría absoluta y necesitaron el apoyo parlamentario de otros partidos políticos. La regla se ha verificado en los gobiernos de González, Aznar y Zapatero cuando tuvieron que recibir el apoyo parlamentario de otros partidos políticos; aun siendo todos ellos de corte nacionalista. Por el contrario, los gobiernos con mayoría absoluta, tanto del PSOE como del PP, han practicado sin excepciones el rodillo político, imponiendo a los demás partidos, y a los ciudadanos, sus políticas, algunas con visión de Estado, pero la mayoría de espaldas a grandes sectores sociales.

Se ha podido constatar en nuestra historia democrática que los turnos en el poder de socialistas y populares han tenido grandes beneficiarios y grandes perjudicados. Es decir, no sirvieron para que prevalecieran siempre, y en todo caso, los intereses generales sobre los intereses partidarios. Ejemplo paradigmático ha sido la legislación del Gobierno de Rajoy en el período 2011-2015, pero lo mismo podríamos decir de gobiernos anteriores con mayoría absoluta en las Cortes Generales. Esa conducta, la del rodillo político, difícilmente homologable a los patrones que rigen en Europa, solo es posible explicarla por un déficit de madurez de nuestra sociedad y de nuestros políticos que en demasiadas ocasiones distan mucho de ser hombres y mujeres con sentido de Estado.

Los gobiernos de coalición de partidos políticos se han convertido en una tendencia muy acusada en Europa. No siempre determinada por la aritmética parlamentaria, sino como resultado de una visión más pluralista e incluyente del gobierno. Las coaliciones europeas, salvo excepciones, tienen lugar entre partidos que ocupan espacios políticos diferentes. El ejemplo paradigmático, aunque no el único, es el de Alemania, donde en varias ocasiones cristianodemócratas y socialdemócratas han formado gobiernos de coalición. La ventaja indudable de este tipo de coalición es que el pluralismo del parlamento se lleva, al menos parcialmente, al gobierno. De manera que queda excluido el sistema de rodillo, ya que los partidos coaligados se neutralizan en las zonas más conflictivas; en los ámbitos que podríamos denominar excluyentes. Y en numerosas ocasiones tales coaliciones consiguen satisfacer, con programas pactados, las necesidades de la mayoría de los ciudadanos. Además, la alianza entre los que piensan de modo diferente preserva la identidad de los coaligados, sin permitir la confusión entre partidos y el futuro de los mismos.

En el caso español, por el contrario, la mayoría de las coaliciones que hemos conocido hasta la fecha poco tienen que ver con las tendencias europeas. Por poner dos ejemplos, hace años en Cataluña gobernó un tripartito de izquierdas que fue un auténtico fracaso. Y, en la actualidad, en la Comunitat Valenciana gobierna un bipartito que recibe el apoyo parlamentario de un tercer partido político, todos ellos de izquierdas. El tiempo dirá si el gobierno valenciano es capaz de llevar a cabo políticas para todos los ciudadanos o si, por el contrario, se escora hacia la izquierda, como antes el Partido Popular se inclinó hacia la derecha, convirtiéndose en un Gobierno excluyente de parte de la sociedad. Bien es cierto que, en las particulares circunstancias valencianas, no era posible concebir una coalición entre el PP y el PSOE, porque el primero había alcanzado tal grado de podredumbre que lo mejor que podía pasarle es convertirse en oposición y tener la oportunidad de regenerarse a medio plazo. Es decir, que mientras que en Europa, salvo excepciones, se persigue la confluencia de partidos enfrentados, que ocupan espacios políticos diferentes, a la izquierda y a la derecha, en el caso español la experiencia es la de gobiernos de coalición del mismo signo político, salvo excepciones, para entendernos; de izquierdas o de derechas.

La tendencia frentista de los partidos de la izquierda y de la derecha españolas es francamente preocupante, porque suponen intrínsecamente una concepción sectaria y por tanto excluyente de la sociedad. No es infrecuente escuchar a representantes de la mayoría de partidos políticos, con terminologías diferentes, que son solo ellos los representantes de la mayoría social, poniendo de evidencia una ceguera política impresionante y en extremo peligrosa, porque supone el desprecio de los otros y afirma que «solo los míos» son mayoría social, los demás no se sabe que son, pero en caso alguno merecen el respeto debido. Una concepción de los ciudadanos situados en dos orillas, la de los amigos y la de los enemigos.

En nuestro tiempo, el pluralismo debe ir más allá de las instituciones políticas representativas, plasmándose en el entero tejido institucional, y también social. Sin un pluralismo político extenso no podemos ya concebir las democracias contemporáneas, que deben suponer una nueva comprensión del funcionamiento de la sociedad, alejada de los viejos esquemas excluyentes que podrían representarse como un sistema de ganadores y perdedores.

Se repitan o no el 26 de junio próximo los resultados de las elecciones generales del pasado 20 de diciembre, la nueva política debería ser una política de pactos no excluyentes. Es decir, se trataría de llevar al Gobierno de la nación el pluralismo de nuestra sociedad. Y esto debería ser así, incluso, en el caso de que un partido político consiguiera la mayoría absoluta de los diputados del Congreso. Es decir, alcanzar pactos, no por exigencia de las cifras, sino para intentar gobernar para una gran mayoría de españoles en los difíciles tiempos que corren.

Los partidos que se presentan a las elecciones del 26 de junio, si han aprendido la lección de estos últimos meses, deberían abandonar los viejos conceptos que parecen poseerles. Borrar todas las líneas rojas, trazadas por unos y otros, identificar los muchos problemas que tenemos, plantearse seriamente las soluciones que deben aplicarse a corto, medio y largo plazo, y descartar estar en posesión de la verdad política.

Lo urgente no es excluir a este o a aquel partido o líder político, como se repite con insistencia. Lo urgente es justamente lo contrario; políticas inclusivas que echen por la borda concepciones maniqueas, esas que clasifican a los ciudadanos como buenos y malos: visiones que pretenden crear una atmósfera de enfrentamiento entre los ciudadanos, cuando lo que necesitamos es alcanzar consensos en temas fundamentales que a todos nos afectan.

La sociedad española está menos dividida que lo que se deduciría del abanico de partidos políticos que se presentan a las elecciones. Es evidente que en nuestra sociedad existen divisiones, visiones diferentes que se ha acentuado con la crisis económica que seguimos sufriendo. Pero la tarea de los políticos que merezcan este nombre no debe ser, en caso alguno, agudizar las tensiones o crear abismos donde no los hay, sino justamente todo lo contrario. Es decir, conciliar posiciones, encontrar zonas de encuentro. En definitiva, asumir plenamente el significado del pluralismo político. La nueva política debe ser la de la inclusión y no la de la exclusión, que algunos partidos políticos exhiben confundiendo nuestras modernas sociedades inclusivas con otras épocas que nos han precedido en que los únicos lenguajes eran los de vencedores o vencidos.