Muchos habitantes de países occidentales se extrañan de que el país que tantos creen ejemplar, Estados Unidos, mantenga la pena de muerte tan vigente como en esos lugares del mundo árabe donde persiste la bíblica ley del Talión. La explicación es difícil. Incluso hubo una larga temporada, hasta 1976, en que la pena de muerte estaba abolida o en desuso. Pero cada Estado tiene el derecho de organizar su sistema punitivo de acuerdo a las percepciones de sus ciudadanos a través de sus representantes legislativos. Y en 1976, como consecuencia de la violencia del narcotráfico, la impotencia social se tradujo en la petición ciudadana „preferentemente en Estados como Texas o Arizona, es decir el sur y el suroeste más rural del país„ de un endurecimiento de las penas, incluída la pena capital para los transgresores violentos de las leyes.

El tráfico de drogas y el derecho a portar armas crea un cóctel social explosivo, una de cuyas consecuencias es el incremento de las muertes violentas. En la cultura americana, sobre todo en la sureña, la finalidad de las penas es el castigo y el aislamiento de los delincuentes, mantenerlos fuera de la calle. El miedo a la calle es sintomático en un país donde muchas peleas terminan a tiros y donde disparar contra un ladrón no está mal visto. La pena de muerte es el último escalón de esa violencia social. Es un mundo donde no ha penetrado suficientemente la tesis europea de que las penas tienen dos finalidades, el castigo y la reforma del delincuente.

Sin embargo, muchos norteamericanos, en la Costa Este y en las ciudades se oponen a la pena de muerte. A las razones universales para derogar la pena de muerte se añaden otras muy americanas. Prácticamente todos los que están hoy en la antesala de la pena capital son pobres, deficientes mentales o pertenecen a minorías raciales. En EE UU se mata preferentemente a los que la población mayoritaria ve como distintos, como gente con la que te cuesta trabajo identificarte, incluso se puede matar a los menores de dieciocho años.

Aunque los movimientos por la abolición crecen, los políticos saben que en el centrismo hay bastantes votos no abolicionistas. El propio Bill Clinton fue defensor de la pena capital cuando era gobernador de Arkansas y sigue siendo favorable a ella. Durante la discusión de la condena de Clara Tucker circulaba un chiste respecto a la posición del gobernador de Texas, Bush hijo, uno de cuyos asesores le aconsejó negarse a conceder la suspensión de la pena, como finalmente hizo: «Si te niegas a la suspensión te garantizo la nominación del Partido Republicano y si tú mismo ejecutas la pena te garantizo hasta la Casa Blanca».