Condenar la democracia a galeras por lo que ganan los diputados en menos de 200 días o por el gasto que supone repetir las elecciones por falta de acuerdo entre los partidos, no constituye, para nada, una ganancia rentable. Todo lo contrario: lanzarse a los aspavientos provoca insatisfacciones que suelen acabar en trufar el argumentario de los energúmenos (mejor ni mentarlos) que de la noche a la mañana se hacen con el maletín para activar la bomba atómica. Tener una clase política irresponsable, ávida por llenarse los bolsillos e incapaz de cumplir su misión pública, no puede ser en modo alguno equivalente a la demolición del proceso de representación que más felicidad ha dado al planeta décadas tras décadas.

Otra cuestión es la siguiente: el robo de la sustancia de este modelo tiene su raíz en unos partidos que, en modo alguno, acaban de entender las nuevas exigencias de transparencia y del buen uso de los votos con los que han sido encumbrados. El abanico de las distorsiones es amplio: desde comportamientos mafiosos para el enriquecimiento ilícito (legendarias son ya en la política nacional tantas y tantas manos chamuscadas puesta sobre la brasa en defensa del amigo) hasta marrullerías infinitas para no perder la plaza de candidato o desplazar al más capaz de la lista (familias, las eternas familias), pasando por programas ocultos que hurtan información a los votantes o por pactos que entrañan una modificación de largo alcance frente al compromiso ideológico o histórico.

Pero la democracia no es la culpable ni tampoco se puede legislar al detalle contra cada uno de estos actos, porque podríamos acabar en una especie de 1984 de George Orwell, por mucho que lo exija Podemos en el capítulo de los incumplimientos de promesas o en la tergiversación de las mismas. Cada uno, que haga en su casa lo que considere mejor, y que sean la militancia o los simpatizantes los que atiendan a sus necesidades más vitales. Cualquier compromiso interno escrito o no escrito supone, desde luego, una revitalización de los valores periclitados. Ahora, no procede hacer exhibición de tales principios para después, a la hora de la verdad, aplicarse en el dominio de las triquiñuelas y saltarse la condición: la ética, su código, no debe ser alterado ni manipulado gracias a los instrumentos que pone a su disposición el Estado contra el que tanto arremeten los portavoces de la llamada nueva política. Como se dice, hay que estar a las duras y a las maduras.

La percepción de que debemos conservar y mimar los procedimientos democráticos vuelve a florecer de cara a la convocatoria de junio. Tampoco vamos a legislar para que se celebre el mayor número de debates de los cabezas de lista a las elecciones, ni tampoco los tiempos mínimos, ni el lugar. Pero una vez más, pese a la lluvia fina que cae hace tiempo, disfrutamos asqueados del rumiar de los estrategas (o no) sobre cómo llevar a cabo los debates. La modalidad para saber qué piensan o qué maravillas pretenden Rivera, Iglesias, Sánchez o Rajoy va a ser aún más complicado: según he entendido, el candidato de Podemos es el único que garantiza su presencia en los debates vaya sí o no el presidente en funciones, mientras que el resto alega que no estarán si el PP les pega un cambiazo a última hora. Rajoy, en este sentido, ya ha dicho que «no le apetece», aunque no se sabe bien si su falta de apetito es extensible a un cara a cara. Sus lugartenientes temen como alma que lleva al diablo un encuentro de estas características. Quizás volvamos al entretenimiento con Bertín o Motos, o a la entrevista más alicatada de Évole.

Mandar al vertedero tanto fortalecimiento de la democracia, hacer poco o muy poco por ellos, tiene beneficiarios. Aumentar el cabreo, alimentar a los que meten un chorizo dentro del sobre, tiene su recompensa: saquen cuentas y miren a ver a quién le viene mejor un aumento de la abstención. Mientras que la sociedad muestra su perplejidad agónica de las mañas de que disponen sus señorías para tener siempre una buena nómina o del desinterés de las mismas por llegar a un acuerdo para bajar los gastos de campaña (por cierto, los debates serían un buen método), en los despachos de los partidos se preparan maquillajes para que todo siga igual. Aquí nadie capta el mensaje, y la culpa, claro está, no es de la democracia, sino más bien de los que se han arrogado la fuerza para aprovecharse de ella, para ser los listos entre los imbéciles. Sobrarán ahora los que querrán separarse, distinguirse, mostrar su honradez y desnudez económica. Por supuesto que sí, pero nunca se oponen a lo otro o a los otros frente a la voz del líder.