Las palabras cimientan su propia realidad. El individuo náufrago en vocabulario acaba constriñendo su transitar vital, de suerte que, cuanto mayor sea nuestra riqueza gramatical, la intensidad existencial aumentará. Esto pienso a partir del reciente libro de Lucía Etxebarria: Más peligroso es no amar. Poliamor y otras muchas formas de relación sexual y amorosa en el siglo XXI (Aguilar). Mi mente enfoca su atención en ese curioso neologismo: poliamor, híbrido del griego poli «muchos» y del latín «amor». Este vocablo aglutina una suerte de republicanismo amoroso: «es la filosofía no posesiva, honesta, responsable y ética y la práctica de amar a varias personas al mismo tiempo».

Esta vertiente amorosa evita el engaño. Ahora bien, si amar ya es difícil a saber quién abandera sin despeinarse el susodicho poliamor. Quizá porque servidor sea poco ducho en amoríos, me sorprenda esta capacidad de multiplicar esa rareza de nombre amor. La navaja de Ockham simplifica toda cuestión filosófica: en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable. Con todo, aplicado a tamaña teoría psicológico-afectivo-sexual resulta harto complejo. La génesis de tal concepto apunta a los noventa. ¿Entonces cómo conceptualizar la inaudita relación entre Simone de Beauvoir y J. P. Sartre? Antes mejor plantearse otro interrogante intempestivo: ¿concuerdan las palabras con los hechos? ¿Hay hechos? ¿Y palabras? Quisiera sonsacar estos cuerpos poliamorosos. Por averiguar más que nada si ciertamente habitan la realidad inmediata o sólo la mental. La literatura y la imaginación hacen estas jugarretas. A saber si abundan en otro mundo distinto al mío, prolijo en maridos celosos amén de maniqueos. Caigo en la cuenta de aquella poderosa expresión categórica: «más peligroso es no amar». En efecto, son legión quienes ignoran la dimensión radical de tal engranaje social: amar o poliamar, ¿qué importa? Mi psicóloga aconseja verbalizar los problemas para ordenarlos. He ahí una rémora social: el orden, la norma, el concepto.