Mi amigo, como se dice vulgarmente, no para: está lleno de ideas que fluyen. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me invitó a un desayuno filosófico. Nos reunimos 14 personas en su empresa „Nunsys„ situada en el Parque Tecnológico de Paterna. Empresarios y ejecutivos, alrededor de una mesa. La taula (table, en francés e inglés) sustituye a la tablet electrónica, que queda apagada. Nos miramos, nos conocemos, nos reímos, compartimos y dialogamos. La moderadora nos da unas pequeñas y vagas consignas. No vamos a hablar de nuestras empresas, ni de la situación económico-financiera, ni de la crisis, ni de los políticos: lo haremos de cosas inútiles, de filosofía, de lo que «no sirve».

Es una contemplación, un momento de reflexión en voz alta, que balbuceamos tímidamente al principio, con cierto temor a ser raros, porque no estamos acostumbrados a pensar y mucho menos con otros extraños a los que acabamos de conocer. La tertulia ha comenzado y va tomando cuerpo. A trompicones, soltamos lo que llevamos dentro. No hay orden, pero escuchamos a los demás: brota la espontaneidad y surge la confianza. Y nos animamos tras comprobar que lo que cavilamos no es tan monstrenco: los demás dicen casi lo mismo. Que el sentido común no es tan raro como, a veces, se sugiere con la frase del menos común de los sentidos. Y que, si disponemos de estos directivos y emprendedores, decididamente hay que ser optimistas. Hay más inteligencia y madurez personal y social de lo que imaginamos. Hay mucho talento.

Según los intereses, y la propia formación, se destilan frases llenas de agudeza, quizá no excesivamente académicas; aunque eso es lo de menos. Surgen motivaciones, finalidades. Había tres picapedreros en una cantera a los que un visitante les preguntó que hacían. El primero contestó: ya lo ves, picar piedra; el segundo: pues hombre, ganar el sustento de mi familia; y el tercero, mirando al cielo: estoy construyendo una catedral. Los tres hacían lo mismo, pero su filosofía era distinta. Pienso que los que allí estábamos, sin lugar a dudas, nos sentíamos constructores de grandeza, de cosas hermosas.

Ciertamente, edificar es costoso; exige ciencia y preparación; lleva tiempo y recursos; no siempre sale a gusto de uno, porque del dicho al hecho hay un buen trecho; pero nos mueve a dar lo mejor de nosotros mismos: queremos ser constructores activos de nuestra sociedad; mejorar personalmente y tirar hacia arriba de los demás. Nos sabemos formando parte de ese tejido trenzado, en el que todos dependemos de todos; y lo que haga, piense, sea, tiene repercusión en los demás. No soy un verso suelto, una mónada atomizada, una partícula cósmica. Y lo que es más importante, mi vida, mi trabajo, mi ilusión, tienen sentido.