Un problema de tanta gravedad como el que suponen los centenares de miles de personas que llegan a las fronteras europeas en busca de paz y trabajo, suscita en la opinión pública un choque emocional muy fuerte y una creciente inquietud por la capacidad de absorción económica y cultural de nuestros países. Tal inquietud ha llevado, como era fácilmente previsible, a la creación, resurgimiento o potenciación de los partidos políticos de extrema derecha, un variado muestrario de grupos nacionalistas, xenófobos y racistas. El terrorismo yihadista, claro está, contribuye a atizar la desconfianza y el prejuicio contra los musulmanes y enriquece el granero de votos de esos partidos, los cuales son además radicalmente contrarios al proyecto de unificación europea, que les parece una blasfemia antinacional y una abominación nacida del cosmopolitismo.

Ciertamente, el ciudadano común se siente psicológicamente impactado y moralmente interpelado por las imágenes televisivas de la dramática peripecia que sufren quienes, con sus familias (incluidos ancianos y niños pequeños), arriban a las costas del sur de Europa con una sola palabra en los labios: «Alemania», la nueva Tierra Prometida. En los últimos tiempos, el largo conflicto de Siria arroja fuera del país a millones de habitantes sumidos en el horror y la desesperación. La Unión Europea se muestra incapaz de afrontar las oleadas de peticiones de asilo y pretende, a cambio de la liberalización de la concesión de visados a los ciudadanos turcos y de fuertes subvenciones a Turquía, que ésta acoja en los campamentos instalados en su territorio a la mayor parte de los refugiados sirios. Tanto los refugiados como los inmigrantes laborales que han conseguido poner los pies en Europa tropiezan con fuertes resistencias de las autoridades fronterizas de los distintos Estados. Hasta el espacio Schengen de libre circulación de personas se encuentra hoy, a consecuencia del desbordamiento migratorio, seriamente amenazado. Junto con la crisis económica, la inmigración masiva está haciendo temblar los cimientos de la Unión.

Poco es, a mi juicio, lo que, a posteriori, cabe hacer para responder a semejante desafío. Pueden comprenderse tanto los clamores de las organizaciones humanitarias en favor de acoger a los refugiados cuanto los temores y aprensiones de los gobiernos y los ciudadanos europeos ante este éxodo de colosales proporciones. Se da además la circunstancia de que la inmigración musulmana en Europa, numerosísima, no ha alcanzado, por regla general, un buen nivel de integración, si bien casos como el del nuevo alcalde de Londres resultan estimulantes. De los musulmanes nos alejan muy poco las razones estrictamente religiosas y mucho, en cambio, las de tipo cultural. En efecto, la separación entre Estado y religión y sobre todo entre Moral y Derecho, la preeminencia del individuo, en el ejercicio de los derechos humanos, sobre los poderes públicos y las propias estructuras familiares y tribales y, en fin, la total igualdad jurídica entre hombres y mujeres, constituyen valores básicos de la cultura sociopolítica europea que no han sido completamente interiorizados por los residentes musulmanes, a menudo ya incluso compatriotas nuestros. La cuestión, entonces, es la siguiente: ¿puede ser viable la convivencia en democracia si la cultura política de amplios sectores de la población es teocrática o hierocrática? Un Estado no es una federación de guetos étnicos dirigida por una élite neocolonial, sino una comunidad política ciudadana (esto es, cabalmente una civitas), compuesta por individuos únicos, libres e iguales.

Indudablemente, el sistema europeo de valores ha de transmitirse a través de la educación, pero ningún modelo de integración educativa, incluido el basado en el republicanismo laico de Francia, puede, por sí mismo, reciclar a los musulmanes y convertirlos en ciudadanos del Estado democrático de Derecho si la escuela se halla en oposición a la familia y sus valores ancestrales.

Crisis económica pésimamente gestionada, terrorismo, inmigración masiva, extremismo xenófobo y antieuropeísta€ Dado que el mundo jamás ha sido un lugar tranquilo, en él no caben la pasividad ni la comodonería. Y los líderes europeos han incurrido en ambos defectos. Necesitamos avanzar firmemente hacia la unión política, económica y militar. Ese avance sería posible entre un grupo reducido de Estados de la UE (Francia, Alemania, Italia, España, Portugal, etc.), dejando a los restantes en el actual, e insuficiente, nivel de integración. Siempre confortablemente dependiente del paraguas norteamericano, Europa ha cerrado los ojos al escenario geoestratégico en que se encuentra (Rusia, Oriente Próximo, el Magreb), que es un verdadero abismo. Ucrania, Siria y Libia nos han estallado en la cara. Creer que todavía podremos seguir con nuestras pequeñas miserias nacionales evidencia cómo una de las modalidades del suicidio consiste en arrellanarse en el sillón y cambiar de canal.