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El consumo del alma

Hay ahora restaurantes con alma, ropa, música, casas con alma y un sinfín de ofertas comerciales a lo largo y ancho de nuestra sociedad que llevan adheridos este nuevo sello de calidad esencial a modo de garantía de que el contenido es más importante que el continente

Si hay una palabra que está de moda últimamente, quizás por la gran carencia que de ella hemos tenido años y años es, sin duda alguna, la de «alma». Hay ahora restaurantes con alma, ropa con alma, música con alma, casas con alma y un sinfín de ofertas comerciales y creativas a lo largo y ancho de nuestra sociedad que llevan adheridos este nuevo sello de calidad esencial (de esencia) a modo de garantía de que el contenido es igual o más importante que el continente. He bebido cervezas con alma, untado mermelada con alma, espolvoreado especias con alma y oído a algún tertuliano lanzado que se atreve a hablar de política con alma.

Ese alma entendido como la sencillez de lo lento, lo elaborado con dedicación y aprecio, sin demasiados colorantes ni conservantes, que a duras penas sobrevive en una sociedad donde lo rápido, lo urgente y lo clónico conquistan el top ten de la satisfacción instantánea, saciante y barata.

Ese alma que es lo poco -y no es poco- que queda de nosotros como seres individuales en una sociedad en transformación de lo viejo a lo nuevo que muestra lo peor de si misma y, al mismo tiempo, crea continuos antídotos de mil sabores para que la digestión sea fluida y sin flatulencias, consciente de que estamos hambrientos de ella, hambrientos de alma o de algo que contenga un mínimo de respeto y del tan ansiado sentido común.

Hambrientos de alma en las relaciones personales, en las laborales, las económicas y también en las sociales. Hambrientos de alma en la forma de comunicarnos, en las leyes que nos rigen y en las costumbres, creencias y pensamientos que arrastramos de generación en generación perpetuando exclusiones, etiquetas, prejuicios, abusos y agresiones de todo tipo. Dinámicas antiguas que generan, como mínimo un estrés interminable y, como máximo, una enorme frustración que nos lleva a buscar el alma o algo que se le asemeje en autenticidad bien en las profundidades de un bote de cerveza o en el de una dulce mermelada.

Quizás todo esto de las «cosas con alma» solo sea el efecto de una moda pasajera creada por los gurús del consumo como tantas ha construido, comprado y aborrecido esta sociedad. O quizás sea el inicio de algo más importante, la señal de lo que se ansía enmedio de nuestro trajín diario. El nuevo brote verde. Quien sabe. El tiempo lo dirá.

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