Me cercioré de que la mañana no tuviera el color de la muerte, comprobé el estado de las olas, me lavé el rostro con agua desacostumbrada y tibia y eché azúcar al café. Mordí ligeramente el sandwich no mixto, abrí el periódico y leí sin embeleso cuatro titulares. Y un suelto. Los sueltos se están perdiendo. A mi siempre me han gustado mucho. Si tienen intención y brevedad y están bien escritos, claro. Pasé la página. Y casi me da un pataflús. Allí estaba. Desafiante. Favorecida. Un punto altiva también, diría yo. Hacía muchos años que no la veía. No sabía nada de ella. Incluso en estos tiempos de fácil investigación sobre cualquier asunto gracias a Internet, no le tenía cogida la pista. Parecía tener un aspecto nuevo, no había envejecido; aspecto alegre, despreocupado. La última vez que la vi era yo era muy joven, estaba cansado tras largas horas de vuelo, mi piel era permeable al dolor, mis gafas no eran de marca y la poesía social había experimentado un resurgir. También los programas concurso y la filatelia. El gin tonic era cosa de hombres rudos. Cuando me la presentaron me embriagó. Durante una semana. Ahora vuelve. Mejor dicho, se deja ver. Deja que yo la vea. Yo y miles de personas. Ahí fotografiada sin complejos en el diario. En mi diario. Montevideo.

Desde 254 euros, decía el anuncio. Sí. La capital de Uruguay país pequeño, vivaz, atrayente, atractivo. Montevideo. La tierra de Francisco Acuña de Figueroa, poeta y narrador tendente a lo satírico que pese a ser el compositor del himno del Uruguay no abrazó la causa independentista y cuando el país fue libre se puso al servicio de España como diplomático. Curioso este Acuña. Uruguay, tierra de Eduardo Galeano; de Benedetti, el autor de La Tregua, novela que tiene uno como una de esas veinte o treinta que de verdad te dejan poso. Cavilaciones. Mirada más ancha al mundo. Aumento del conocimiento de la naturaleza humana.

Montevideo. 245 euros. Que serán cien o doscientos más, seguramente. Con todo, precio más que interesante para renocer una ciudad, un espacio, unos recuerdos. Un dinero que fácilmente gastaríamos en tres rondas de banalidades, un almuerzo fatal y dos camisas de difícil lavado. Dice Andrés Neuman en Viajar sin ver (Alfaguara) que «Montevideo es una posibilidad de lluvia. Por suerte la amabilidad de los montevideanos es una posibilidad de techo». Una vez fue Joaquín Sabina a Montevideo y al bajar del avión dio una rueda de prensa que en realidad fue la lectura de un poema a la ciudad y al país. «Largos años anduve ensimismado con el tango feroz del arrabal, consciente de que un verso enamorado le debo a la República Oriental». Hay que irse a Montevideo antes de que se haga tarde, cosa que siempre ocurre temprano. Hay que irse a algún sitio aunque sólo sea para tener ganas de volver. Pasé la página y la perdí de vista. Sé que volveré a abrir el periódico y que la veré de nuevo. Al menos ahora la tengo más a mano. No imagino sus atardeceres porque eso sería muy cursi. Sí fundirme 245 euros en una de sus noches. Farra y desmemoria.