Nos acercamos inexorablemente tras el 26J a una segunda vuelta del rompecabezas de los pactos, con una preponderancia bastante asumida de que lo que ocurrió tras la primera ronda puede ser más de lo mismo en la siguiente: incluso Rajoy ya ha dicho que él no es persona de ideas cambiantes y que mantendrá su fórmula fracasada de una alianza con el PSOE y Ciudadanos. La única alteración que puede inclinar la balanza es la presión ambiental de la necesidad imperiosa de un ejecutivo, unida a la inquietud del llamado poder económico, deseoso de una estabilidad para sus negocios e inversiones, y temeroso de que una alternativa extrema ponga el peligro lo andado desde que Obama llamó a Zapatero y le hizo bajar de la higuera con una palabra fetiche: rescate.

Francia sufre estos días un parón de su economía como consecuencia del rechazo a unos ajustes menos clamorosos que los que ha sufrido España, y que en forma alguna podan la tradicional grandeur del sistema asistencial galo. Manuel Valls, primer ministro, reconoce que su país pasa por momentos amargos por culpa del terrorismo, el asedio de la ultraderecha de Le Pen y con los paros y huelgas. El socialista, que lamenta las traiciones que sufre desde su partido contra las reformas que promueve, reclama «una modernización de la izquierda», para ser más porosa frente a los ajustes económicos. Al margen de lo acertado o no de su programa, a Valls no le falta razón: ¿la izquierda instalada en los gobiernos europeos hizo (o hace) algo distinto que la derecha, es decir, más allá de los recortes y transigir de paso con las penalizaciones de Bruselas? El apagón de la izquierda frente al pragmatismo de la troika europea es un argumento básico de los ataques de Unidos Podemos, coalición electoral a la que le vendría bien la extinción en sus actos de la hoz y el martillo para ser consecuente con su aspiración de transversalidad incapaz de una expropiación como la de Rumasa.

A los socialistas de Sánchez, que no acaban de matar al padre, les vendría de maravillas observar el desenlace del conflicto que vive Francia. El malestar de Valls con los extremismos (la dificultad de gobernar con el aliento de los ultras en el cogote) le lleva a ensalzar la necesidad de diálogo y negociación con los sindicatos, probablemente hasta con la omnipotente CGT, para conseguir un acuerdo sobre las reformas que propone su gobierno. Encender el foco para iluminar el plan de ajuste, llevarlo a la esfera pública, constituye un propósito beneficioso, ajeno a la oscuridad y ausencia de representación con la que muchas decisiones de trascendencia democrática se han tomado en España.

El PSOE debe acercar su mirada a la resolución de la crisis gala, a la búsqueda del consenso o no que allí se dibuje. Muchos argumentarán, incluido Valls, contra un movimiento que paraliza las refinerías y los trenes, y que obliga al Ejecutivo a sentarse en una mesa de negociación. Aunque parezca extraño, el cierre de acuerdos, los pactos (sobre todo en medidas económicas), constituyen una modernidad dada la sustitución de la autonomía nacional por el dirigismo de Bruselas para la cacareada sostenibilidad. El socialismo francés, por tanto, tiene una doble tarea: poner su casa en orden y demostrar a sus colegas españoles que cabe un discurso propio de la izquierda frente a los tormentos del déficit cero. Toca estar pendiente del laboratorio francés.