E l próximo 23 de junio, los británicos acudirán a las urnas para votar a favor o en contra de su permanencia en la Unión Europea (UE) como culminación de un proceso bautizado con el ya famoso término de brexit. La cuestión, al margen de las importantes y nada halagüeñas consecuencias económicas que puede acarrear el triunfo del sí, invita a su vez a una reflexión de más amplio espectro. Me refiero al peliagudo asunto del actual modelo de construcción del espacio europeo.

Es bien sabido que los ingleses siempre han sido muy suyos; gente orgullosa de sus singularidades y, sobre todo, de su insularidad. Baste recordar para corroborarlo ese elocuente titular con el que abrió su edición un conocido rotativo británico a raíz de un virulento episodio de bruma: «El continente, aislado por la niebla». Toda una declaración de principios. Pero aun así, la disyuntiva, el dilema, que plantea Reino Unido con el órdago del brexit vendría también a revelar que algo no funciona en Europa o, dicho con otras palabras, que el proyecto europeo genera desencanto. Los británicos se disponen a plasmar en su forma más extrema la sombra del euroescepticismo, pero nos preguntamos si su actitud es sólo la punta del iceberg de un problema de mayor calado, porque la desafección, el distanciamiento de buena parte de la ciudadanía en relación con la ideología europeísta parece evidente. El elevado absentismo que caracteriza la participación en las elecciones europeas constituye una muestra palpable. La sensación generalizada es que Bruselas está muy lejos y que Europa, como concepto, se encuentra en todas partes y en ninguna.

Desde su ya lejana fundación en 1957 por motivos económicos y, no lo olvidemos, tras dos guerras mundiales que se cobraron millones de vidas y redujeron el viejo continente a escombros, el panorama ha cambiado sustancialmente. Con la entrada de los llamados países del este son ya 28 los socios de la Unión Europea y hasta Turquía se postula como candidato.

No nos gustaría caer en el simplismo y sabemos que gobernar, que conjugar tal amalgama de intereses cruzados no es una tarea sencilla, pero tampoco es menos cierto que el proyecto corre el riesgo de transformarse en una torre de Babel donde cada vez resulte más difícil entenderse y donde a la postre sólo cuenten y prevalezcan los intereses de los más poderosos, generalmente radicados en las tierras del norte. Si a todo ello le añadimos una estructura fuertemente burocratizada, densa, plúmbea y no demasiado transparente, tal como se está demostrando en el reciente debate sobre el tratado de libre comercio con Estados Unidos (TTIP), el resultado final es el de un torpe paquidermo que se mueve con una lentitud exasperante y que se encuentra a años luz de las preocupaciones reales de los ciudadanos. La distancia que media entre la población común y las instituciones comunitarias es sideral y urge analizar lo que está ocurriendo y poner remedio a no mucho tardar porque mientras la vieja Europa languidece ensimismada en su retórica de siempre otras potencias del mundo van haciendo su camino con paso firme e implacable.

Economías como las de China o India dejaron hace tiempo de ser promesas emergentes para transformarse en gigantes, al tiempo que Estados Unidos sigue dejando patente su consabida capacidad para reinventarse y seguir al frente del mundo. Ante esas nuevas realidades, la Unión Europea sigue perdiendo capacidad de liderazgo e influencia internacional. Las soluciones para resolver problemas como el veto ruso o, más recientemente, la crisis de los refugiados se eternizan, de tal manera que los ciudadanos no encuentran las respuestas que esperan cuando llaman a las puertas de la UE.

Como apuntaba, las implicaciones del brexit no son únicamente económicas, ya que de algún modo contribuyen a mostrarnos la trastienda del proyecto europeo, su cara menos amable, sus insuficiencias y, en definitiva, el escaso atractivo que suscita en el conjunto de una población que se debate entre el envejecimiento creciente y la falta de oportunidades para buena parte de sus segmentos más jóvenes. Algo estaremos haciendo mal cuando, por desgracia, las nuevas generaciones tienen muchas posibilidades de vivir bastante peor que aquellas otras que las precedieron en el curso de la historia. Y eso, en gran medida, es lo que está ocurriendo en la actualidad, sobre todo en los países del sur de Europa, lo cual también vendría a revelar los desequilibrios imperantes en el modelo de desarrollo comunitario. Algo falla cuando la propuesta que encarna la UE es recibida por la ciudadanía entre muestras de indiferencia, escepticismo, e incluso de franca hostilidad en el peor de los casos. Los dirigentes comunitarios tendrían que ser los primeros en tomar conciencia de esta situación y no estaría de más que se acordasen de la antigua Roma y de las causas de su decadencia.

Nada es eterno y mucho menos las hegemonías si no se cuidan debidamente. El mundo siempre ha sido un tablero en el que pugnan diversas fuerzas y Europa debería preguntarse qué lugar ocupa en el mismo y cuál es el papel que quiere jugar en el futuro. El brexit, cuyo impacto económico en caso de prosperar las tesis secesionistas será muy duro en no pocos ámbitos de nuestro tejido económico y especialmente en el agroalimentario, debería servir al menos para formularnos esas cuestiones de fondo que, de forma implícita, plantea la sociedad británica con su consulta. Es preciso, por tanto, que los mandamases comunitarios, que los burócratas que ocupan cómodos despachos en Bruselas, caigan en la cuenta de que hacer política al margen de las necesidades de los ciudadanos conduce irremediablemente a la frustración y al fracaso de cualquier proyecto colectivo, máxime si ese proyecto tiene la envergadura y ambición que se le supone a la Unión Europea.