A finales de los años ochenta, con ocasión de un episodio de «El Niño» moderado (1987-88), que se producía unos años después de otro muy intenso ocurrido a comienzos de esa década (1982-83), comenzamos a conocer en nuestro país la estrecha relación entre las circulaciones del océano y de la atmósfera en el océano Pacífico. «El Niño» pasó a ser el fenómeno ENSO, siglas que recogen los dos procesos que, realmente, se dan en estos episodios: la modificación de la estructura térmica de las aguas en el océano Pacífico, en su sector interecuatorial y en el litoral sudamericano, y la alteración de los campos de presión atmosférica a uno y otro lado de esta extensa cuenca oceánica. Cada vez más las investigaciones sobre nuestro sistema climático terrestre encuentran estrechas conexiones con lo que ocurre en los mares del mundo. Es un todo integrado, una maquinaria compleja donde convergen corrientes oceánicas con temperatura distinta y masas de aire situadas sobre los mares, asimismo diversas. Y sistemas de presión atmosférica que manifiestan estas conexiones. A partir de ahí se han diseñado indicadores para medir estas relaciones atmosférico-oceánicas. Son los llamados índices de oscilación. Y hay una gran variedad de estos indicadores: en el Pacífico Sur, en el Pacífico Norte, en el océano Índico, en el Atlántico y en las cuencas polares ártica y antártica. Y también en nuestro Mediterráneo, como han señalado Martín Vide y López Bustins en sus investigaciones. Y con el comportamiento de estos indicadores se relacionan fenómenos meteorológicos y desarrollo de episodios atmosféricos de largo recorrido temporal (sequías). En la ciencia climática se ha pasado de la climatología analítica a la sinóptica; de la dinámica a la de balances. Y hoy estamos en una fase nueva: la climatología de conexiones, donde el funcionamiento de los océanos resulta esencial para entender los mecanismos atmosféricos.