Un sistema constitucional satisfactorio es el que prevé la solución de los problemas que surgen en la realidad política en todas las circunstancias, normales y excepcionales. De manera que podríamos decir que con la convocatoria de nuevas elecciones se habría constatado que la Constitución ha funcionado correctamente. Pues, en efecto, previó la posibilidad de que los partidos políticos surgidos de las urnas no llegaran a ningún acuerdo para investir a un candidato a la Presidencia del Gobierno. La Constitución ha funcionado correctamente, aunque no pueda decirse lo mismo del comportamiento de los líderes de los partidos políticos. La Constitución ha sido muy previsora, como demuestra la circunstancia de que durante los 37 años anteriores de vigencia de la misma nunca hubiera sido necesario repetir unas elecciones generales.

La ruptura del bipartidismo imperfecto, que ha regido en España hasta el 20 de diciembre de 2015, es, sin duda, la causa aparente de mayor entidad de que nos encontremos en la situación actual. Pero no es menos responsable de la situación que los líderes políticos no hayan estado a la altura de las circunstancias. Pues los resultados electorales del 20 de diciembre permitían varios tipos de alianzas que hubieran permitido investir a un presidente del Gobierno.

No es improbable que tras las elecciones del 26 de junio nos volvamos a encontrar con una situación similar a la posterior al 20 de diciembre de 2015. Es decir, sin un bipartidismo que garantice la alternancia en el Gobierno, o sin alianzas partidarias que garanticen la investidura y un gobierno estable. Y esto porque pudiera suceder que los ciudadanos no hiciéramos un acto de arrepentimiento masivo, reconociendo que nos hemos equivocado al votar, como pretenden algunos partidos. Es decir, no sería improbable que los ciudadanos volviéramos a votar el próximo domingo al mismo partido político al que votamos el pasado 20D.

Porque, ¿qué ha cambiado para que tengamos que modificar nuestro voto? La situación económica sigue siendo la misma, pues desde mediados de 2015 se advierte una ligera recuperación de la economía, sin milagros. Los requerimientos de la Unión Europea no han variado significativamente. Los programas electorales son los mismos, salvo ligeros ajustes. Los líderes y partidos que se presentan no han cambiado, con la salvedad de haberse constituido una coalición populista-comunista, que no puede decirse que haya producido una gran sorpresa en los ciudadanos. No han sucedido acontecimientos extraordinarios (la corrupción parece que ya fue descontada por los votantes el 20 de diciembre) que puedan modificar las percepciones de los electores. De manera que ¿por qué tenemos que cambiar el voto? No parece que haya ninguna razón de peso.

En estas circunstancias parece adecuado plantearse dos asuntos. Uno primero relativo a qué hacer si se repiten los resultados electorales Y otro segundo, la necesaria reforma constitucional, que resuelva mejor lo acontecido.

Comenzaremos por la primera cuestión. Es decir: se repiten los resultados electorales, de manera que nadie puede ser investido por mayoría absoluta, por los votos de 176 diputados o más, de su propio partido. En este caso, los líderes de los principales partidos, que hasta la fecha parecen haberse instalado en una suerte de principio del placer, deberían abandonar dicha posición y reconocer que, en política, el único principio relevante es el principio de la realidad. Esto es, para el político democrático debe ser imperativo acatar el veredicto de los ciudadanos sin discutirlo.

De manera que si se repiten los resultados electorales del 20 de diciembre de 2015, la única solución razonable sería la de que gobernara una coalición de partidos, capaz de sumar al menos 176 escaños, necesarios para poder gobernar de un modo estable. Y en ese caso, las coaliciones posibles serán: la del PP con el PSOE, o con Ciudadanos, o con ambos; la del PSOE con Podemos/Izquierda Unida y los partidos independentistas catalanes y vascos (sin que parezca probable que Ciudadanos pueda estar en esta segunda coalición). Y seguirían siendo posibles experimentos como el ensayado por PSOE y Ciudadanos después del 20 de diciembre, con la abstención del PP o de Podemos/Izquierda Unida, o la abstención del PSOE y Ciudadanos para que gobierne el PP. Nada nuevo bajo el sol, podría decirse de la situación con que podemos encontrarnos.

Ahora bien, a partir del 27 de junio lo que no puede ser aceptable es que los partidos persistan en la actitud que han exhibido después del 20 de diciembre. La falta de entendimiento no debería subsistir. Es decir, si los ciudadanos no cambiamos el voto, porque no hay razón para hacerlo, los que deben cambiar son los partidos, pues de otro modo podríamos entrar en un bucle del que solo saldríamos cuando el resultado gustara a algunos líderes políticos. Alguno de ellos ha dicho que habrá gobierno el 27 de junio, pero todo parece indicar que la afirmación se funda en la esperanza de que los ciudadanos españoles le den masivamente el voto que no le dieron el 20 de diciembre, de manera que pueda gobernar en solitario.

Para evitar situaciones como la que vivimos se nos ocurren, al menos, dos soluciones que exigen la reforma de la Constitución. Una primera sería que, en el caso de que los partidos no se pusieran de acuerdo para investir a un candidato a presidente, en los plazos previstos en la Constitución, de manera automática el jefe del Estado nombrara presidente del Gobierno al líder que le propusiera el partido que hubiera obtenido mayor número de escaños en las elecciones al Congreso de los Diputados. De este modo, el presidente así nombrado carecería de mayoría absoluta en el Congreso, con lo que tendría que alcanzar pactos parlamentarios para lograr la gobernabilidad a lo largo de la legislatura. No sería el Gobierno que se formase muy estable, pero sería preferible a una situación prolongada de interinidad.

La segunda de las soluciones consistiría en que en ausencia de pactos que puedan garantizar la investidura del presidente del Gobierno, los líderes de los dos partidos más votados se sometieran a una votación en el Congreso, de manera que fuera investido quien obtuviera mayor número de votos. Una especie de segunda vuelta en el seno del Congreso de los Diputados que no desvirtuaría la naturaleza parlamentaria de nuestro sistema democrático. En este caso, como en el anterior, el presidente del Gobierno, para conseguir la gobernabilidad, tendría que suscribir pactos de legislatura o acuerdos puntuales.

La mera existencia de sistemas como los propuestos, a buen seguro induciría a los partidos políticos a suscribir acuerdos de investidura para evitar la aplicación de alguna de las soluciones indicadas.