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Silencio y acción

Le llaman jornada de reflexión, pero bien puede ser un día de silencio. Sobre todo de silencio interior, ayuno de ruido, advertencias y admoniciones que nos han regalado a espuertas. Un día estupendo, en suma, en el que conviene dejar de lado los hábitos y montárselo distinto: leer una buena novela, escapar a la playa o al monte, comprar vino, llamar a la familia o a los amigos y, sí, consolar al doliente. Levantarse a las doce. Como dice algún sabio, probablemente oriental, no te apresures, a donde tienes que llegar es a ti mismo y ya estás aquí.

En Occidente llamamos reflexión a un ejercicio a menudo tormentoso del que salimos más aturdidos de lo que estábamos antes de iniciarlo. Y todo porque se supone que el voto es una decisión meditada (así se dice, pero la meditación es todo lo contrario de darle vueltas a la noria), cuando no lo es en absoluto desde los tiempos de la democracia ateniense cuando se votaba, fundamentalmente, a quien mandar al ostracismo porque había acumulado demasiado poder, demasiados enemigos, demasiadas víctimas. En realidad, las decisiones electorales se parecen mucho a los movimientos de los grandes cardúmenes de peces que palpitan como un corazón colectivo según secretos impulsos o amenazas visibles, por ejemplo la presencia de tiburones, ya se harán una idea.

No, no existe esa abstracción que llaman voluntad general y menos aún «la decisión del electorado» que se parece mucho a las «señales de los mercados», que tampoco existen, sólo una turbamulta de codiciosos tirando cada uno de una esquina de la manta. Así pues, tensa el arco, apunta y abandónate: sigue a la flecha en su recorrido. Quienes hemos conocido elecciones sin opciones, es decir con una sola opción, sabemos, cabalmente, qué grande es la fiesta electoral, qué rica en episodios chuscos o cómicos, qué desfile de tipos humanos habitualmente invisibles pueblan las colas y hasta qué sorpresas puede llegar a depararnos. No se corten: disfruten de la fiesta y de su víspera.

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