La semana próxima la Federación de Asociaciones de Vecinos de València conmemora el 40 aniversario de la Coordinadora de l'Horta, en cuya primera directiva tuve el privilegio de participar. Algunos de sus miembros ya nos han dejado, como su primer presidente, el carismático Marcial Martínez, y el irrepetible Just Ramírez, artífice de los estatutos que permitieron el pluralismo durante algún tiempo, frente a los intentos hegemónicos de la principal fuerza política. Otros, ya mayores, seguimos luchando, de una u otra manera, por una ciudad y un mundo mejores.

Las asociaciones de vecinos fueron una de las formas de organización impulsadas por grupos de vecinos, partidos de izquierda, y colectivos cristianos de base, para la mejora de las condiciones de vida en los barrios, aprovechando los resquicios del tardofranquismo. Y también para crear parcelas de libertad, y facilitar la recuperación de la democracia. Sus modestos locales eran un centro de reunión, de organización, de formación de nuevas generaciones luchadoras.

Resulta difícil imaginar ahora la precariedad y el déficit de equipamientos y servicios de los barrios, en particular los surgidos en la periferia de las grandes ciudades para acoger a los trabajadores inmigrantes. Se permitía a los especuladores ignorar o burlar la ley, y vender casas sin ocuparse de la urbanización: ni calles asfaltadas, ni alumbrado, ni alcantarillado, ni escuelas, ni jardines, ni equipamientos, ni transporte... Otros barrios de autoconstrucción, de lata y cartón, tenían si cabe mayores carencias.

Las luchas de las asociaciones vecinales se encaminaron inicialmente, por tanto, a reivindicar estos servicios o actuaciones urbanísticas mínimas. En ocasiones simplemente exigían un semáforo, o el cubrimiento de una acequia, porque allí morían niños... Sus métodos eran sencillos, pero peligrosos en aquel contexto: el escrito dirigido a las autoridades, la recogida de firmas, la asamblea, la manifestación... que podían suponer la detención, la llamada a comisaría o al cuartelillo de la Guardia Civil, o el apaleamiento en la calle.

Luego, con la Transición política, hubo un vaciamiento de militantes vecinales, incorporados a partidos, administraciones, sindicatos, o nuevos colectivos sociales. Y también se produjo un cierto desencanto social, debido a las expectativas frustradas por los nuevos ayuntamientos democráticos y su penuria financiera. Para frenar la fuerza local de la izquierda, el gobierno de la UCD apostó por retrasar la constitución de los ayuntamientos democráticos (1979, dos años después de las primeras elecciones generales), y por precarizar los recursos financieros municipales (situación que sigue).

La actitud ante los nuevos ayuntamientos fue un factor de división del movimiento vecinal, ya que una parte de sus dirigentes, vinculados a los partidos gobernantes, suavizaban o frenaban las reivindicaciones y las luchas. La mayoría de las carencias continuaban, y no valía que se nos teorizara el «urbanismo de la austeridad» a la italiana, que de hecho, era otra cosa. Algunos consideraban que el protagonismo correspondía ya en exclusiva a las instituciones y los partidos, mientras que otros defendíamos la necesidad de mantener movimientos y organizaciones sociales independientes de dichas estructuras, para que la democracia fuera también participativa. Lo cual no acababa de ser entendido por los nuevos gobernantes, independientemente de su signo político.

Siguieron años de decadencia de las asociaciones de vecinos, como del resto de movimientos sociales, sufriendo el envejecimiento de socios y dirigentes, abriendo un hueco generacional. En algunos barrios se produjo la ruptura de sectores más jóvenes, que no encontraban acogida a sus planteamientos renovadores, y decidían crear una nueva asociación, rompiendo el carácter unitario y de representación de todo el barrio, como se había defendido tradicionalmente. Otras veces, eran sectores más conservadores los que intentaban crear una asociación competidora de la tradicional.

En esta situación de debilidad, la mayoría de las asociaciones no supieron interpretar la aparición, desde mediados de los 90, de los Salvem, creyendo «invadida» su área de actividad. No acababan de asimilar el papel de los nuevos colectivos, a los que criticaban por ser «efímeros» y «monotemáticos», oponiéndoles la estabilidad asociativa y la amplitud de perspectiva del movimiento vecinal tradicional, o la representatividad política de los partidos. La situación ha cambiado a lo largo del tiempo, aumentando el respeto y la colaboración entre organizaciones de distinto tipo. En realidad, estas iniciativas ciudadanas ya existían en todas las democracias consolidadas.

El actual movimiento vecinal es muy desigual, y en general no se ha recuperado de aquella crisis de los 80. Sigue sin saber atraer a jóvenes, y se ha instalado en una cierta rutina, le cuesta abrirse a planteamientos e ideas renovadoras, habiendo perdido el carácter revulsivo, movilizador, de aquellos años iniciales. Pero sigue siendo necesario.