Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El efecto José Tomás

Calientes todavía las cenizas de la última actuación del diestro de Galapagar, Alicante ha sido esta vez la ciudad agraciada por el capricho de un maestro sin par, que cuenta sus actuaciones por efemérides y que desplaza legiones de fervorosos aficionados allá donde torea. Si dejamos de lado las cifras grandilocuentes, la excelencia de este arte siempre ha dependido de las cualidades innatas de cada matador. Ser partidario de los toreros es, en definitiva, lo único posible.

La sucesión de pases, constantemente repetidos, no generaría emoción si el diestro no les dotara de expresión propia. «En el toreo „decía Joselito„ se puede aprender todo menos el estilo, que es un don que cada uno trae al mundo». Para mí „le confesó Juan Belmonte a Chaves Nogales„ lo decisivo es el acento personal. «Se torea como se es. Esto es lo importante: que la íntima emoción traspase el juego de la lidia. Que al torero, cuando termine la faena, se le salten las lágrimas o tenga esa sonrisa de beatitud, de plenitud espiritual, que el hombre siente cada vez que el ejercicio de su arte „el suyo peculiar, por ínfimo o humilde que sea„ le hace sentir el aletazo de la Divinidad».

José Tomás firmaría sin dudarlo la tesis belmontina. Es el único torero capaz de generar, en la actualidad, esa sensación de que lo que se está viendo es irrepetible e iniciático. La encarnación de la idea fundamental de que torear es una actividad espiritual y no física.

El torero, como apunta Francis Wolff, construye su obra «no con el toro, sino con su embestida, que debe ser formada, informada, transformada, conducida, apaciguada, acariciada; en suma, desnaturalizada para que se haga bella, humana, poética». No persigue, por tanto, la muerte del animal de manera inmediata. Lo que le concierne es todo el hacer previo para lograrla. Esto es, torear. Lo cual, parafraseando a Ortega y Gasset, «convierte en efectiva finalidad lo que antes solo era medio». No se torea para matar; se mata porque se ha toreado. El diestro debe «vencer con su propio esfuerzo y destreza al bruto arisco», al que sitúa «lo más cerca posible de su nivel, sin pretender una ilusoria equiparación» que, de ser viable, anularía ipso facto la realidad misma del toreo. El sentido de la tauromaquia no consiste en elevar el toro hasta el torero, sino «algo mucho más espiritual que eso: una consciente humillación del hombre, que liga su prepotencia y desciende hasta el animal para rendir culto a lo que hay de divino, de trascendente, en su naturaleza».

José Alameda, en su ensayo Disposición a la muerte, ya advirtió que «para ver el toreo no basta con los ojos. A quienes no tienen una sensibilidad adecuada les escapa su esencia y sólo ven en él los movimientos exteriores, sin adivinar su conexión con una íntima disciplina, del mismo modo que el hombre privado de oído para la música advierte los sonidos, pero no su relación armónica. Más incluso a quienes no poseen esa especial sensibilidad les resultaría difícil negar que el toreo es un ejercicio en el que están presentes valores humanos y estéticos y en el que el artista concibe y realiza a la par, sobre una materia reactiva, adversaria, de la cual triunfa la alegría de la vida, recién salvada a cada instante».

Es lo que, años atrás, también expresó el propio torero en el libro Diálogo con Navegante, ese toro „número 113, de 487 kilos, perteneciente a la ganadería de De Santiago„ que a punto estuvo de arrebatarle la vida en la plaza de Aguascalientes. José Tomás reflexionaba entonces sobre «las dudas y el miedo que siento para crear la faena perfecta». Esa que probablemente realizó a Ingrato, de la ganadería de Juan Pedro Domecq, la mañana del 16 de septiembre de 2012 en Nimes (Francia). Una lidia memorable que se hizo «real en el ruedo, con capote y muleta, en ese territorio [?] donde encontrar juntos el tesoro del arte y llevar la emoción al público» y que culminó con el indulto del toro. «Un camino largo, muy largo e intenso, muy intenso. De mucha incertidumbre que me hizo crecer como persona, que me hizo crecer como torero. Porque tuve que profundizar en las formas [...]. Fue más hermoso que nunca reencontrarme con las sensaciones de siempre, coger una muleta, torear de salón, hacer un tentadero y llegar a una plaza de toros, ponerme el traje de luces y liarme el capote de paseo para volver a pisar el terreno de la libertad. La libertad que se siente en el ruedo poniendo la vida en juego pero, eso sí, a cambio de más vida todavía».

O lo que respondió a la escritora Almudena Grandes en una de las contadas entrevistas que ha concedido en los últimos años: «Hay que contar con la posibilidad de morir, hay que estar dispuesto a ello. Y sabiendo todo eso le pregunto por qué vuelve. Él tarda un instante en contestarme. Se mira las manos, mira hacia delante, asiente para sí mismo, me devuelve la mirada por fin: Es que vivir sin torear no es descansar, no es estar relajado, ni disfrutar de lo bueno de la vida. Vivir sin torear no es vivir».

José Tomás es la hondura del toreo. Personalidad severa forjada en el yunque de terribles cornadas. Verticalidad, quietud y compromiso. Un discurso construido sobre el canon eterno de parar, templar y mandar, con la finalidad de inmortalizarlo pese a tantas taleguillas empapadas en sangre.

Una lucha que trasciende la frontera del ruedo y lo inunda todo, donde se vive para interpretar la faena soñada. Vestirse de luces y colocarse de nuevo, con la misma resolución, en el «vértice del miedo» en el que le contemplan un rosario interminable de percances y quince cornadas. La próxima parada será en Huelva, donde se anuncia junto a López Simón en la alternativa de David de Miranda. Un lujo que podremos disfrutar mientras el alma del maestro aguante.

Compartir el artículo

stats