Las relaciones del Reino Unido con la Unión Europea son una historia de desafecto, antes de su ingreso en las entonces Comunidades Europeas, y después hasta nuestros días. El Reino Unido no solo no quiso participar en la fundación del proceso de construcción europea en 1951 (integrándose en la Comunidad Europea del Carbón y del Acero junto con Alemania, Francia, Italia y los países del Benelux), sino que en las mismas fechas creó la EFTA, una zona de libre cambio a la que arrastró a algunos otros Estados europeos. La EFTA fue un rotundo fracaso por lo que el Reino Unido abandonó a sus socios y solicitó la entrada en las Comunidades Europeas. El general De Gaulle, que conocía bien a los políticos británicos, impidió por dos veces la entrada del Reino Unido en las Comunidades, y fue necesario que el presidente francés abandonara la escena política para que su sucesor, Pompidou, levantara el veto en 1973. Solo dos años después, en 1975, los laboristas británicos, con Wilson a la cabeza, convocaban un referéndum sobre la permanencia en las Comunidades, y aunque ganaron los que querían seguir formando parte del proyecto europeo, la consulta puso de evidencia que cerca de un 40 % de la ciudadanía británica estaba en contra de la permanencia en la Unión. Al poco tiempo, Margaret Thatcher volvió a amenazar a las Comunidades consiguiendo la devolución de gran parte de su contribución financiera, el llamado cheque británico.

La sucesión de desencuentros jalonan la permanencia del Reino Unido. A título de ejemplo: rechazo del Tratado de Schengen, excepciones en la aplicación de la política social, rechazo del euro y rechazo del conjunto de tratados europeos para evitar nuevas crisis financieras en Europa. Y, finalmente, con la amenaza del referéndum, ahora convocado por un gobierno conservador, obtuvo una serie de excepciones del Derecho de la Unión, de difícil justificación. Pero pese a que las condiciones de Cameron para apoyar la permanencia del Reino Unido en la Unión suponían una muestra más de insolidaridad con sus socios, la aceptación por los demás líderes europeos de dichas excepciones ponía de evidencia que intentaron hasta el final que el Reino Unido se inclinara por la permanencia en la Unión. Sin embargo, a los demás europeos no se nos consultó si estábamos de acuerdo con que el Reino Unido siguiera incrementando su estatus especial, aunque no se puede constatar un rechazo generalizado de los demás ciudadanos a los privilegios de los británicos.

No deja de ser sorprendente que un porcentaje muy considerable de los que han votado por la permanencia lo hayan hecho para intentar seguir manteniendo un pulso con la Unión, esto es para intentar conducirla hacia una zona de libre comercio, su proyecto fallido de EFTA. Esto no significa que no existan en el Reino Unido europeístas convencidos, que sin duda los hay y deberíamos apoyarlos más si cabe. Pero ese no es el caso de Cameron y de otros muchos británicos que lo que pretendían es seguir utilizando la Unión sin sombra de solidaridad con el resto de los europeos.

El Reino Unido ha sido un caballo de Troya en la Unión con el objetivo principal de frenar, retrasar o destruir los avances en la construcción europea. El caduco nacionalismo británico que sigue soñando con un imperio que ya no existe, no ha sido capaz de ver que los nuevos retos de la globalización conducirán a un Reino Unido fuera de la Unión a la irrelevancia. Pero no les quepa duda, dentro de algunos años volverán a solicitar la entrada en la Unión, como otros muchos Estados que pretenden incorporarse a la más exitosa de las organizaciones políticas de todos los tiempos. Pues carece de fundamento achacar la posición de una mayoría de los británicos a debilidad o fracaso del proyecto europeo. La única razón solvente se debe a problemas internos de los británicos, impulsados por su incompetente premier.

No más palos en la rueda de la construcción europea sería el resultado positivo de la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Los efectos desfavorables que la salida de la Unión va a tener para el Reino Unido no solo no alentará corrientes secesionistas en otros Estados miembros, sino que hará que eludan toda tentación de seguir el camino del Reino Unido. El aviso de Escocia, en donde ha ganado el voto por la permanencia en la Unión, de convocar un nuevo referéndum para independizarse del Reino Unido e incorporarse a la Unión es todo un síntoma.

Hace falta más Europa. Y para ello es necesario que Alemania y Francia, y ojalá España, afronten con decisión pasos más firmes hacia una Europa federal que llene las muchas lagunas que sigue teniendo la construcción Europea, fortaleciendo su política económica y monetaria, la seguridad común y la política exterior y otras tantas facetas en que la Unión debe ser más fuerte.

Nos esperan dos años de negociaciones, permitidas por el Tratado de la Unión para regular las relaciones del Reino Unido con la Unión Europea. De manera que el Reino Unido saldrá de las siete instituciones de la Unión: del Parlamento Europeo, del Consejo Europeo, del Consejo, de la Comisión, del Banco Central Europeo, del Tribunal de Cuentas y del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Y saldrá del resto de órganos y organismos de la Unión, lo que será un alivio. Pero nada impide que el Reino Unido forme parte del mercado interior europeo, por ejemplo. Ni que el tratado que se suscriba entre ambas partes contenga disposiciones particulares que contemplen la solución de los muchos problemas que suscita una separación después de cuarenta años de convivencia, aunque no hayan sido un camino de rosas. No hay más que fijarse en las intensas relaciones entre la Unión y Noruega o Suiza, para darse cuenta de que caben muchas soluciones asociativas que pueden ser muy satisfactorias para ambas partes, para la Unión y para el Reino Unido. Unas relaciones que serían en todo caso más favorables para la Unión que para el Reino Unido, porque el primero es un gigante económico y el segundo un Estado mediano, que corre el riesgo de convertirse en un estado pequeño, irrelevante en lo económico y en lo político. Como suele decirse, el Reino Unido ha elegido entre ser cola de león y cabeza de ratón y ha optado por lo último.

España tiene intereses muy sobresalientes que defender en el tratado que se suscriba entre la Unión y el Reino Unido. Son más de 200.000 los británicos residentes en España, a los que debemos dar un trato especial. No solo les conviene a ellos sino también a nosotros; lo merecen por la confianza que nos han mostrado durante decenios, y no sería descabellado ofrecerles, entre otras cosas, la doble nacionalidad. Recibimos anualmente más de 15 millones de turistas británicos a los que debemos dar un trato especial, nos conviene y les conviene. Seamos un poco británicos, es decir, velemos sin complejos por nuestros intereses en Gran Bretaña, por los intereses de los españoles y de las empresas españolas que residen, trabajan u operan en aquellas islas, y hagámoslo en nuestras relaciones bilaterales con el Reino Unido y a través de la Unión.

Los británicos se irán pero no tanto. Los jóvenes británicos han votado mayoritariamente por la permanencia en la Unión. Ellos volverán a solicitar su incorporación en los próximos años y lo harán sin el lastre del pasado.