Pasada la ronda de declaraciones de respeto hacia la democracia plebiscitaria, lamentos de duelo por el socio que se marcha e incitaciones a consumar el divorcio deprisa y sin pantomimas, Alemania tomó el domingo la primera iniciativa tras el brexit: el ministro de Exteriores se reunió en Berlín con sus homólogos de los otros cinco países fundadores de la UE. A su entrada a la cita, Steinmeier fue claro: ha llegado el momento de poner la oreja y, para yugular la amenazadora deriva eurófoba, averiguar qué quieren los gobiernos y las sociedades de los que ya se empieza a llamar los 27, aunque durante al menos un par de años, tal vez un par de lustros a juzgar por la poca prisa de David Cameron en poner en marcha la desconexión, seguirán siendo 28.

A las reuniones importantes hay que ir con guión. Por si acaso. Así que, mientras el presidente de Gobierno de la cuarta economía de la eurozona consumía su jornada de reflexión en pasear al perro y ver un poco de Eurocopa, Steinmeier hizo una primera evaluación de lo que a su entender preocupa a los europeos: los refugiados, el paro y los terroristas yihadistas. En plata, los extranjeros que llegan de fuera huyendo de la guerra, los extranjeros modelo fontanero polaco que llegan de dentro a quitar trabajo y los extranjeros que sólo lo son de apellido, porque han nacido aquí, y sueñan con hacer volar por los aires las salas de fiesta para ganarse el cielo. Parece que Steinmeier ya tiene un esbozo de diagnóstico: la causa de la eurofobia es el rechazo a lo extranjero, o sea, la xenofobia. Eficacia germana.

Afortunadamente, el entorno de Steinmeier se había encargado el viernes de filtrar a la prensa el objetivo último de la reunión del domingo: debatir con Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo un documento franco-alemán con las líneas maestras de una UE más flexible. Es decir, perderle el miedo al denostado concepto de la Europa a dos velocidades y desbordarlo con una Europa a todas las velocidades que haga falta, a través de cooperaciones reforzadas. Una Europa en la que los socios no sientan que, obligados a una creciente integración política, se los conduce inexorablemente hacia unos quiméricos EE UU de Europa.

Francia y Alemania son muy dueños de conducir su centenaria historia de amor y odio hasta una federación franco-alemana que remede 1.200 años después el Imperio Carolingio. Pero el resto de los socios tienen que ser igualmente dueños de decidir qué relación quieren mantener con ese núcleo duro. De modo, que la salida al marasmo inducido por el brexit no puede ser más Europa, como ha sugerido estos días el Gobierno en funciones de España, sino otro modo de hacer Europa. Aunque a nadie se le oculte que la moneda común, y las últimas crisis financieras lo ponen de manifiesto, ya ha restado mucho margen de maniobra.

Al fin, habrá que darle la razón a Steinmeier en la perogrullada de que lo extranjero causa la eurofobia. A condición de que se entienda que más extranjera que el refugiado, el fontanero polaco o el yihadista belga es la imagen que proyectan en la cabeza de millones de europeos las instituciones de la UE. En otras palabras, y remedando aquel «la economía, estúpido» que dio la victoria a Clinton en 1992, habría que proclamar: «No es el extranjero, estúpido. La UE es la extranjera».