La democracia española ha deparado la insólita situación de una repetición de elecciones en el plazo de seis meses. Y el resultado ha sido prácticamente el mismo. Cierto es que se presumía que la coalición de Podemos con Izquierda Unida iba a tener una gran incidencia en el reparto de fuerzas. Sin embargo, nunca los resultados de unas elecciones han sido tan parecidos a los de los anteriores comicios. Comparando los grandes números de ambos, destacan únicamente dos datos: la décima parte de los votantes de Ciudadanos ha transferido su voto al PP y los votantes de IU no han votado a la coalición formada con Podemos.

Con los nuevos votos recibidos y la ayuda del sistema electoral, el PP se despega de todos sus rivales, superando al PSOE en Andalucía y distanciándose de Ciudadanos, el competidor más directo en su espacio político. El PSOE se mantiene como primer partido de la oposición, aunque con Podemos pisándole los talones. Los votantes conceden a los nuevos partidos una posición distinguida en el juego, pero han frenado su escalada hacia la mayoría electoral. Eso sí, los resultados confirman el asentamiento del multipartidismo a medio plazo, con dos competiciones bilaterales asimétricas, una más desequilibrada entre el PP y Ciudadanos en la derecha, y otra muy igualada entre el PSOE y Podemos en la izquierda.

Ahora corresponde, en primer lugar, formar gobierno. Todo indica que las opciones se reducen y que todas llevan el PP en cabeza. La propuesta de Podemos se ha visto frustrada en las urnas. El rechazo entre los dirigentes y votantes del PSOE a cualquier pacto con Podemos es creciente y el PSOE con Ciudadanos ya no suma más escaños que el PP. Un tripartito formado por el PSOE, Podemos y Ciudadanos no está en el horizonte ni siquiera de numerosos líderes del PSOE. Los resultados descartan unas terceras elecciones, pero queda por ver la definición de los apoyos parlamentarios con que podrá contar el gobierno y, sobre todo, cuáles serán las relaciones del PP con el PSOE en la próxima legislatura, que se espera sea políticamente muy sustanciosa.

Pero el resultado de las elecciones plantea otro asunto crucial para la estabilidad y el rendimiento de nuestro sistema político, cual es el que se refiere a las condiciones de posibilidad de la alternancia en el gobierno. El espacio electoral de la izquierda queda dividido en dos mitades casi iguales, enzarzadas en una áspera disputa, poco dispuestas a colaborar entre sí, que por separado cuentan con escasas posibilidades de lograr una mayoría de gobierno. Sobre Podemos cuelga el interrogante de la continuidad. Durante la campaña ha transmitido un mensaje confuso y ambiguo, y el liderazgo de Pablo Iglesias ha sufrido una notable merma. El PSOE, por su parte, padece las tribulaciones propias que atenazan a la socialdemocracia europea, pero su relevancia depende de que en su actuación se perciba una clara orientación estratégica.

Los españoles con su voto han estabilizado los apoyos electorales y un sistema multipartidista, pero no han cerrado las puertas a nadie. ¿Por qué no un gran encuentro entre la nueva y la vieja política que diera como fruto reformas contantes y sonantes? En el fondo, quizá sea este el deseo de la mayoría. Solo es necesario un liderazgo capaz de interpretarlo. Los jóvenes, experimentados y atentos líderes de la transición supieron hacerlo. Y no era fácil.