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Verano

Cuando los amigos desaparecen (¡y son ya tantos!) vamos descubriendo lo que han contribuido a forjar lo que somos. En buen medida, estamos por ellos, que „un poco al modo de aquellas construcciones de la infancia„ han aportado piezas invisibles para edificar esta arquitectura mental que nos define... y que, al cabo, será tan efímera como los juegos de la niñez. Esto viene a cuento, aunque no lo parezca, del verano. ¿Por qué? Pues porque un gran amigo mío detestaba el verano y, aunque su memoria no me abandona nunca, se acentúa más en estas fechas.

Hablo de Francisco Ors, un hombre realmente singular, de inteligencia y sensibilidad fuera de lo común que „como afirmaba Ventura-Melià en estas páginas de Levante-EMV„ «tal vez haya sido, con Sirera y Sanchis Sinisterra, uno de los más grandes dramaturgos valencianos del siglo XX y, según Nuria Espert, los más grandes de España, junto a Buero Vallejo y Nieva, desde la posguerra acá». El día de Gloria, que estrenaron en Madrid Marisa Paredes y Fernando Guillén Cuervo, fue un grandísimo éxito. Pero la anterior, y genial, Contradanza, habría bastado para consagrarle. Desgraciadamente la memoria colectiva es frágil. No así la íntima que, en mi caso, revive largas horas compartidas de risas y análisis, ironía y reflexiones, en conversaciones interminables que llenaban noches y amaneceres, o cenas en el Ritz madrileño o paella en su hermosa Casa Roja de Casinos.

Era Francisco Ors persona de intuiciones certeras y pensamiento profundo, que revestía hábilmente de frivolidad tan refinada como rebosante de nuevas sugerencias. Tenía siempre la palabra justa, a veces cáustica y otras deslumbrante, para calificar una situación, un personaje, un libro. Y su caudal intelectivo, derramado con generosidad, era inagotable. Le gustaba, como he dicho, proclamar su desafección hacia el verano. No por las altas temperaturas, sino porque le hería lo que consideraba negligencia de la gente, descuido generalizado en la vestimenta y las buenas formas sociales. Supongo que su desagrado se habría agudizado actualmente, ante las avalanchas de individuos ventripotentes que se pasean en bermudas y chanclas, o las matronas revestidas (es un decir) de minifaldas volatineras, exhibiendo blandos escotazos ondulantes. Aunque yo entonces procuraba contradecirle, más que nada para alentar una divertida discusión, mucho me temo que hoy estaría casi dispuesta a darle la razón.

Francisco Ors murió precisamente en verano: en julio, hace tres años.

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