Los que aquí tratan de comprar el pensamiento del ciudadano o lo secuestran me llevan al recuerdo de una pequeña obra de El Bosco, que es para mí una metáfora de nuestra realidad y nuestro tiempo. Se titula el cuadro «La extracción de la piedra de la locura». Y cada vez que voy al Museo del Prado y me acerco a él, atraído naturalmente por su belleza más que por su metáfora, confirmo la naturaleza de la condición humana en todo tiempo, capaz de ser más aberrante en la medida en que le es dado utilizar otros nuevos medios de modo perverso. La verdad es que no hay más que mirar a las caras del grupo retratado en la obra, todos metidos en un círculo interior de gran belleza, delante de un paisaje amplio que deja ver torres al fondo, con una vieja que vigila la intervención de la extracción de la piedra, apoyada en una mesa y a la cabeza un libro, como si de un cántaro se tratara, para darse cuenta de lo que pensaba El Bosco y cómo retrataba su propia locura y la ajena.

Y en la leyenda en letras góticas que acompaña a esa obra, tan pequeña como extraordinaria, figura el nombre del enfermo, Tejón Castrado. Y esta súplica: «Maestro, quítame pronto esta piedra». Tejón, que por supuesto no llegó a conocer a Goya, quizá había descubierto ya que «el sueño de la razón genera monstruos». Y llama maestro al cirujano que se aplica a liberarlo del mal, que no es otra cosa que un loco, un individuo que lleva en la cabeza un embudo invertido. Por eso Alberti, con el vuelo irracional de sus versos, ve al diablo hocicudo peditrompetear por un embudo en las telas de El Bosco.

Pero el embudo que el galeno lleva en la cabeza no alude, como algunos creyeron, a la sabiduría, sino a la locura. De modo que resulta fácil aplicarse el cuento que la metáfora de El Bosco nos revela cuando sintamos la tentación de ser operados de semejante piedra en un mundo en el que los mismos que ponen orden en él lo queman por sus cuatro costados. Y por eso quiso el pintor con este maravilloso óleo sobre tabla ilustrar un proverbio flamenco. Un proverbio que dice: «Las cosas van mal cuando el sabio va a operarse de su locura a casa de los locos».

Y es que, al fin, no hay locura verdadera que operar en la cabeza del Tejón Castrado del cuadro, ni mucho menos piedra de la locura posible: lo que le saca el cirujano es un tulipán lacustre. Y El Bosco, que no paraba de descubrir imágenes nuevas, nuevos símbolos, mete ahí el tulipán lacustre porque es la representación del dinero que termina en la bolsa prominente que El Bosco le pintó a ese minucioso y engañoso extractor de la piedra de la locura. Como se ve, ya entonces vivían bajo el dominio del engaño y del dinero y no parece que con el tiempo las cosas hayan cambiado para mejor ni, por supuesto, en beneficio de la sabiduría humana sobre el mercado.

Y no es para menos, volviendo del tiempo de El Bosco al nuestro, si como dice Kapuscinski «la civilización se vuelve cada vez más dependiente de la historia imaginada por la televisión». Pero una sociedad sin pensadores quizá sea una sociedad preparada para consumirse en su propio limbo, para convertir los materiales de progreso en instrumentos de propia aniquilación, las autopistas de la comunicación en un circuito de carreras con derrape seguro en lo que respecta a nuestra emancipación por el cultivo del pensamiento. Así que el hecho de que el sector de la comunicación en una buena parte del mundo se halle dominado por gente de la industria nos ha llevado a una nueva caverna, que no es la de Platón, pero que algo tiene que ver con ella. Por eso, cuando se nombra la comunicación en esta nueva y tan vieja realidad, conviene reflexionar sobre sus consecuencias en nuestras propias vidas y costumbres, en el tipo de individuo que crea o en lo que de verdad es. Y acaso en su involución, según se vea, que ya se ve.

La importancia de las apariencias en esta sociedad en la que vivimos obliga a valorar el significado de las imposturas, el triunfo de la injusticia por el valor de las falsedades, la obstinación por la mentira, repetida al modo de Goebbels, sin distinguir fronteras entre la ficción y la realidad. O para crear otra falsa realidad. Viene a cuento recordar en estos casos a Machado, don Antonio, en el sentido que cobra esa tendencia del hombre a dar por cierto cuanto le reporta alguna utilidad, aquello que le interesa. Y no es lo menos significativo de las perversiones de esta realidad el hecho de que la verdad mediática llegue a ser más atractiva que la verdad cívica. Porque lo cierto es que en el tumulto donde se pierden los manifestantes de la razón se pierde siempre el individuo contemporáneo.

Pero Emilio Lledó, hablando de Epicuro, nos recuerda cómo en su tiempo los griegos tiraron abajo las murallas e iniciaron la expansión y la conquista de otros mundos; comprendieron que frente a esa nueva situación eran necesarios otros principios democráticos y otras formas de enfrentarse a uno mismo. Y añora Lledó nuevas palabras consecuentes cuando afirma que las murallas de las frases hechas y los pensamientos estigmatizados se lo ponen mal al pensamiento. No hay más que echar un repaso al habla de los medios, al discurso de los políticos o a la conversación en los bares para llegar a la conclusión de que muchas veces ni siquiera se piensa lo que se dice. El discurso público, las más de las veces interesado en vender y por lo tanto en agradar, diagnostica en su propia naturaleza la banalidad de la sociedad a la que va dirigido y el tipo de individuos que la componen mayoritariamente con la consiguiente descomposición de las instituciones democráticas y, sobre todo, de los partidos políticos.

Sólo desde el pensamiento, sean cuales sean los niveles de éste, es capaz un individuo de reaccionar respecto de su propia condición humana y, por supuesto, en relación con la sociedad de la que forma parte. Pero en una sociedad en la que el ruido sustituye a la palabra y la acumulación de imágenes a la crítica, nos encontraremos con frecuencia ante un individuo desarmado. «La verdad de los libros, la verdad de la literatura „explicó Antonio Tabuchi„ es la que estorba a la sociedad mediática, porque es una verdad mucho más compleja, mucho más verdadera que el pan y circo de los políticos». Y eso es tan cierto como que el control total que el poder persigue no existe. «Internet, por ejemplo, es una red „añade Tabuchi„ pero las redes están hechas de agujeros y el intelectual debe aprovechar esos agujeros. La función del intelectual es levantar dudas en la opinión pública, al contrario que el político, que debe hacer creer a los votantes que el suyo es el mejor de los mundos posibles».

No parece que estemos ahora mismo en el mejor de los mundos, pero de que hay votantes muy crédulos no tendrá nadie en España la menor duda.