E resultado de las elecciones del pasado 26 de junio de 2016 pone de manifiesto que los votantes del PP, el partido que más votos ha obtenido, no penalizan ni la corrupción, ni el fraude fiscal, ni las innumerables tropelías que la Justicia y los medios de comunicación están poniendo de manifiesto cada día desde hace años, incluso durante el periodo de la campaña electoral. Nos encontramos, pues, delante de una situación que evidencia la insensibilidad de una parte considerable de la ciudadanía con prácticas de gobierno que utilizan presuntamente las instituciones en beneficio personal y partidista con graves perjuicios para los derechos y el bienestar de todos los ciudadanos.

Algo no estamos haciendo bien en esta democracia, cuando puede ser elegido presidente del Gobierno el Presidente de un partido con muchísimos cargos públicos, militantes del partido y el mismo partido imputados en múltiples procesos, incoados por los Tribunales de justicia, algunos ya con condenas y otros pendientes de la celebración del juicio correspondiente en los próximos años.

Los ciudadanos con su voto eligen a los diputados, que elegirán al Presidente del Gobierno, pero el resultado de las urnas no es un veredicto que, cual jurado popular, absuelve de toda responsabilidad a quienes hayan incurrido en delitos por incumplimiento las obligaciones impuestas por las leyes. Todos somos iguales ante la ley y los resultados electorales no cambian este principio fundamental del derecho. Las elecciones no hacen tabla rasa sobre los comportamientos anteriores.

En las urnas no se decide la impunidad de los presuntos delincuentes. Por eso no tienen ningún sentido, y más bien parece una burla a los electores, las declaraciones de dirigentes políticos que interpretan y proclaman con desparpajo que con los resultados electorales los votantes ya han perdonado los delitos anteriores al momento electoral.

Con independencia de qué partidos apoyen la formación del próximo Gobierno y con independencia de quién sea elegido Presidente del Gobierno, toda la sociedad, y quienes tengan responsabilidades de gobierno o de oposición, todavía más, tenemos y tienen la obligación de denunciar y erradicar las prácticas de corrupción, que no solo amenazan nuestros derechos y nuestro bienestar sino que también amenazan y degradan el buen funcionamiento de la democracia.

Erradicar la corrupción no es solo denunciar, perseguir e inhabilitar a los políticos es, igualmente, denunciar, perseguir e inhabilitar a empresarios y funcionarios que hayan incurrido en prácticas de corrupción, por supuesto salvaguardando los derechos a la legítima defensa ante los tribunales. Es cierto que son minoría, pero no por eso esas prácticas son menos graves. Lo preocupantes es que la sociedad se está acostumbrando a las prácticas corruptas como a la lluvia, como a algo que no se puede evitar.

La relajación, cuando no la justificación de una u otra forma, con la que una parte de la sociedad se ha comportado desde hace tiempo ante tantos hechos de corrupción, manifestada en no ver, no oír, no hablar han sido el caldo de cultivo que ha hecho crecer hasta situaciones insospechadas las diferentes conductas corruptas, como demuestran audios y WhatsApp, que han salido a la luz en los últimos meses y a todos nos sonrojan. Y aún hay quien pretende impedir su difusión.

Todos estamos llamados a combatir individual y colectivamente estas conductas para poder seguir mirándonos al espejo cada día. No hacerlo nos llevará, antes o después, al desastre moral, político y económico.