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Vencer la demagogia

En política, nos enseña Alexis de Tocqueville, «el efecto de los acontecimientos debe medirse menos por lo que son en sí mismos que por las impresiones que producen». Atendamos a los hechos en primer lugar. Tanto en las generales de diciembre como en las de junio, los resultados de Podemos han sido espectaculares. Han logrado dividir a la izquierda española en dos partes casi simétricas, sumando millones de votos y liderando comunidades autónomas tan decisivas como Cataluña y el País Vasco. El PSOE, en cambio, ha sufrido una doble derrota sin precedentes en la larga historia del partido. A pesar de que aún mantiene ciertas cuotas de poder territorial, el bucle negativo en el que vive inmerso prosigue su avance, acosándolo por todos los frentes.

Sin embargo, las impresiones sobre el momento actual de la izquierda española son opuestas: Podemos ha alcanzado su cénit con Iglesias y, a la vez, los resultados del 26J han constituido un gran fracaso para sus perspectivas de tomar La Moncloa; por su parte, Pedro Sánchez ha conseguido salvar los muebles, aunque haya sido en el minuto de descuento. En realidad, en los últimos 24 meses, el triunfo de Podemos me parece indiscutible. Por ejemplo, ha sabido imponer un lenguaje político que favorece abiertamente sus tesis, del mismo modo que en Cataluña el soberanismo controla el debate público. Son datos que no debemos desdeñar, ya que seguramente este nuevo discurso, que aspira a la hegemonía cultural, está llamado a seguir protagonizando el enfrentamiento partidista en los próximos años, y no sólo en España, sino también en todo el conjunto de Europa.

El populismo se mueve básicamente desde dos coordenadas: el miedo y el rencor. No son equivalentes, aunque en ocasiones se retroalimenten entre sí. En las generales de junio, el miedo movilizó unos votos; el enfado y la rabia, otros. Para el Partido Popular, los resultados fueron aceptables, a pesar de que su situación parlamentaria continúa siendo muy precaria. Pero, de nuevo, la impresión que causó la noche electoral fue la de una gran victoria de Mariano Rajoy. Su candidatura logró capitalizar el voto del miedo a la ruptura. Ofrecía más de lo mismo, en un momento de incipiente recuperación económica gracias a los fuertes vientos de cola (el bajo precio del petróleo y los tipos de interés por los suelos, junto a la fortaleza del consumo privado en España y Alemania). Se presentaba, además, como el único garante de la estabilidad, frente a la indeseable italianización de la política española. Su triunfo fue mayor que lo que reflejan los números, hasta el punto de que difícilmente se podrá pedir su cabeza a cambio de un pacto. Otra prueba más del error que para el PSOE/Ciudadanos supuso no apostar por una gran coalición tras el 20D. Ahora, el marco ha cambiado. Y la sensación general también.

El PP y el PSOE saben „o debe-rían saber„ que sólo han ganado tiempo. Tiempo para que la Unión Europea pueda avanzar en la integración de sus políticas, lo que permitiría despejar algunas de las dudas y ansiedades que atenazan a la economía comunitaria. Tiempo para acelerar muchas de las reformas necesarias en nuestro país y que chocan con los intereses partidistas del «más de lo mismo». Tiempo para combatir la corrupción, sanear las instituciones, dotarlas de una mayor transparencia y ejemplaridad, y pactar fórmulas de consenso sobre la cuestión territorial. Tiempo para recuperar la confianza social, antes de que el proceso de la degradación democrática se acelere de forma irreversible.

«Hay que vencer la demagogia con democracia»: son palabras también de Tocqueville, que pronunció cuando asistía como parlamentario a la revolución de 1848. Cabe hoy en día realizar una lectura similar a la suya. El tiempo que se ha ganado no es para dejarlo pudrir ni para jugar a los intereses partidistas de corto plazo. La pérdida de la confianza social constituye un hecho grave que no puede dejarse de lado. La lectura correcta del momento exige generosidad y, seguramente, sacrificios, pedagogía y política en mayúsculas. Lo contrario sólo conducirá a alimentar la tentación de la ruptura: un riesgo que, como ha sucedido con el Reino Unido, nos introduce en una peligrosa terra incognita.

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