No creo ser alarmista si mantengo en público que nuestra situación social es verdaderamente alarmante. Europa atenúa nuestras urgencias y hace imposibles ciertos riesgos, pero no puede solventar nuestros problemas. No obstante, parece que los altos cuadros de la política confían en que no se precisa un gobierno de concentración para repartir esfuerzos con justedad y apuntar soluciones con lucidez; por el contrario, estoy a favor de un gobierno dirigido por quien ha ganado las elecciones, pero que precisa de la ayuda de otros partidos en una acción pensada para fortalecer nuestra sociedad y evitar la tensión de intereses que está larvada, pero ganando fuerza. Alguna tertulia en la que se descarga sobre el PP la absoluta responsabilidad de organizar un gobierno me ha evocado una situación equivalente a la que se dio por octubre del año 1977 cuando un ajustado resultado electoral (UCD había obtenido el 34 %) debía ser compatible con el saneamiento de instituciones, cambiar procedimientos y textos legales. Nadie negará que hoy se precisan modificaciones constitucionales y abordar el diseño de soluciones a problemas que den libre curso a ese estado de bienestar que creíamos conquistado para siempre.

Por aquellos días, siendo testigos de noticias que nos resultaban alarmantes, muchas personas nos pronunciamos a favor de un Gobierno de concentración; desde La Verdad (04/10/1977) salí al paso de un artículo titulado «Gobierno de concentración: fin de la democracia». El diputado Peinado Moreno consideraba inaceptable el gobierno de concentración porque «ello sería lo mismo que despreciar el principio de la efectividad del pluralismo democrático». Esa conjunción de fuerzas, propia del Gobierno de concentración, solo sería aceptable para el cuadro del PSOE con el que dialogaba si «la gravedad extrema e insalvable de la situación lo hiciera imprescindible».

Mi argumentación reconocía como un acto en el que se lleva adelante la efectividad del pluralismo democrático el decidir colaborar y participar en el diseño de la política de un Gobierno de concentración. Pero, además, me hacía la siguiente pregunta: «¿Cuándo y cómo detectará el PSOE que hemos alcanzado "la gravedad extrema" que reconducirá a los cuadros políticos a una sincera y eficaz colaboración?». Iluso de mí me preguntaba en aquella situación algo que me parecía imposible, de pura ciencia ficción: «¿Esta situación de gravedad se habrá alcanzado al sobrepasar los 2.000.000 de parados o al rebasar los 3.000.000?».

La apuesta de un Gobierno en el que con lealtad se abriera el diseño de una legislatura beneficiaría al partido que la dirigiera, pero también a cuantos participaran del diseño de esa legislatura y a cuantos controlaran el día a día de las instituciones y del Gobierno. Probablemente, ese sea el mandato dado por y desde las urnas: fiar al colectivo de partidos lo que ya nuestros votos no han atribuido a un partido.