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Un país bárbaro

En este país bárbaro, sólo se lloran los muertos de la propia parroquia. No hay más que recordar las risitas y codazos con que algunos padres de la patria (Zaplana, Pujalte) puntuaban las intervenciones en el Congreso de Pilar Manjón, la representante de las víctimas del 11M. A las víctimas del accidente de metro del 3 de julio de 2006, hace diez años, les pasó algo parecido: se habían dejado morir durante los fastos por la venida de Benedicto XVI, con todos sus amarillos desfiles de gorras y mochilas, pantallas gigantes, retretes químicos, ladrones en la ley, comisionistas y coreografías de fiesta fin de curso. Al parecer, un desfile de ataúdes, aunque estén muy pulimentados, desluce y afea mucho unas jornadas tan memorables para la cristiandad.

Tenían, las víctimas, que eclipsarse, recoger el dinero, atender a alguna oferta generosa que no podían rechazar y aligerar (a ritmo de caballo apache) el trámite parlamentario y judicial para que no quedase nada más que un hito luctuoso abstracto, algo así como la batalla de Guadalete. Y había que borrar hasta el nombre de la estación. Nada que no conozca muy bien a raíz de otra calamidad „la pantanà de octubre de 1982„ a la que también se le quiso dar la calificación de azar infausto, cuando tenía todo el aire de un crimen. Recuerdo perfectamente al empedernido Leopoldo Calvo Sotelo perfectamente amnésico ante el juez „ellos, que suelen haber aprobado alguna de las oposiciones más difíciles a los diversos cuerpos administrativos del estado„ en todo lo que implicase reconocer algún débito de la Administración.

Nuestros conciudadanos víctimas del mayor accidente de metro registrado en Europa han tenido, ahora, el beneficio de una nueva comisión investigadora sin apresuramiento y el de la apertura de nuevas diligencias judiciales: una posibilidad de ir al fondo de un asunto del que se borraron muchas pruebas y los últimos restos de pundonor y decencia. Alguien tendría que recordarles a sujetos que presumen de piadosos que honrar a todos los muertos está en la raíz no sólo de la civilización, sino de la propia cultura.

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