Hace semanas fallecieron varios corredores mientras participaban en carreras populares. El aumento considerable de atletas aficionados hace que el riesgo de que ocurra algo sea mayor. No es bueno caer en alarmismos por los fallecimientos acaecidos y comenzar a magnificar los riesgos de correr. Sería deseable que los que practicamos deporte nos hiciéramos controles médicos y pruebas de esfuerzo. El estrés laboral es un factor de riesgo muchísimo mayor que apuntarse a una carrera o salir a correr por tu cuenta. Los beneficios psicológicos que obtenemos los que habitualmente corremos son evidentes. Ahora, en los corrillos de amigos o de compañeros se empieza a escuchar que correr no es tan bueno. Correr en muchas ocasiones se traduce en perder sobrepeso, cuidar tu alimentación y mantener a tono las articulaciones. Evidentemente existen lesiones por correr, mientras las podamos superar, no nos deben intimidar.

Nuestro reto debería ser correr por correr, sin preocuparnos de cronómetros ni angustiarnos por las distancias. La carrera debe convertirse en una descarga psicológica y no en una presión más. No debemos medirnos como si estuviéramos en un concurso, es mejor relajarse. Obsesionarnos por correr nos hace descuidar otros aspectos de la vida. Es bueno que diversifiquemos el tiempo de ocio en distintas actividades y no nos centremos exclusivamente en una. Llegará un día que, por razones lógicas, no podamos correr y si no tenemos otros escapes estaremos expuestos a una crisis importante.

Ya en 1979 participé en la Volta Popular a Valencia, cuando todavía la llegada a la meta se encontraba en la Plaza del Caudillo. Desde entonces hasta ahora correr significó mi terapia de la vida. Me ayudó en la lamentable enfermedad de mi padre, fue un entrenamiento perfecto para la práctica de otros deportes. Corriendo descubrí el viejo cauce que en los años sesenta a punto estuvieron de convertirlo en pistas de asfalto. Al ritmo de las zancadas disfruté con las plantaciones de árboles que se hacían allí al son de una ciudad que iba mejorando sus infraestructuras con los nuevos aires democráticos.

Correr me ayudó a centrarme en los estudios y posteriormente en mi trabajo. Me alivió los días navideños, me acostumbré a despedir y recibir el año corriendo. Suavizó las tristezas y atemperó los nervios. Fue siempre un deporte barato en el que únicamente necesitábamos: ganas, una camiseta, unos pantalones y unas zapatillas. Poco a poco, proliferaron las carreras populares y fui compaginando la soledad del corredor con la socialización de la carrera. En el joven que empezaba a descubrir la vida siempre un sueño, afrontar la maratón. Miles de kilómetros recorridos, centenares de carreras en las que tuve la suerte de participar. Llegada en el Parque del Retiro de Madrid un mes de diciembre con lluvia y cuatro grados. Despedida del año corriendo por la Diagonal de Barcelona. Cruzar la meta en la Alameda, en la Ciudad de las Ciencias, en Mestalla, en el campo del Levante, en Pedralba, en Santa Pola, en tantos y tantos lugares, siempre con los brazos en alto y mirando al cielo. Correr por San Diego, Cambridge, Ibiza, París o Ámsterdam, fue la mejor forma de conocer estas ciudades.

La recompensa llegó el pasado 15 de noviembre cuando por primera vez participé en una maratón de Valencia. Casi cinco horas disfrutando de la ciudad que me vio nacer, crecer, reír, llorar, vivir y desarrollarme como persona. Esfuerzo titánico pero alegre de un tipo que lo único que quiso es correr por correr rodeado de gente sana.