Un hombre cualquiera sale de la ducha. Elige camisa. Coge las llaves y la cartera. Pide el plato combinado número 5 para cenar: lomo, ensalada y huevo frito. Se toma un par de copas. Y, si la noche fluye en la dirección adecuada, asalta a una adolescente y abusa de ella mientras sus colegas le graban con el móvil.

Ha sido necesario que se denuncien cuatro violaciones y veintiocho agresiones a mujeres en cinco días de Sanfermines para que algunos se planteen que quizás tenemos un problemilla con la normalización de la violencia sexual. A ver si es que no son casos aislados y marginales, sino la manifestación salvaje de un problema cotidiano que se vuelve más visible con la euforia y la permisividad del ambiente festivo.

Fíjate tú, resulta que los hombres que fuerzan a las mujeres a tener sexo contra su voluntad no son monstruos sobrenaturales ni van acompañados de una sombría banda sonora como los villanos de Disney. No llevan el cuerpo cubierto de escamas putrefactas (quizás el alma sí) y, desgraciadamente para nosotras, tampoco pende sobre sus cabeza un rótulo de neón con las palabras «agresor sexual» en colores fluorescentes.

Todo lo contrario. Se trata de tipos normales, de los que corren para no perder el autobús y se toman su caña fresquita en el bar. Humanos que comen con sus padres los domingos, los encargados de llevar pasteles para la sobremesa. Los mismos que felicitan a sus ahijados efusivamente en cada cumpleaños. Un vecino que hace bricolaje los domingos, un jefe dicharachero, el de la gestoría, tu charcutero de cabecera, sí, ése que siempre te aconseja qué trozo de jamón está más sequito. A lo mejor eres tú, el mismo que lees esto. Espero que no, pero nunca se sabe.

Según el Ministerio del Interior, cada siete horas se denuncia una violación en España. Más de 1.200 solamente en 2015. ¿De verdad creéis que son todas obra de perturbados o bestias de mente enfermiza? Que no, que no, que están sanísimos. En realidad, el número total de abusos probablemente sea bastante mayor, aunque muchos quedan silenciados para siempre en la intimidad de los infiernos personales, la vergüenza y el pánico hogareño. Pero total, ¿qué son dichas cifras en comparación con la inmensidad del océano?

Estos padres de familia, amados hijos, empleados ejemplares y cívicos ciudadanos violan a las mujeres porque pueden. Porque han crecido con la convicción de que tienen derecho a someter y humillar a quienes consideran sus inferiores naturales. Porque se sienten plenamente justificados para descargar sobre ellas toneladas de testosterona mal canalizada.

La identidad de la víctima es lo de menos. Puede ser una desconocida, una sobrina, un ligue que va a más o una compañera de trabajo. Sea quien sea, lleve lo que lleve puesto y sonría como sonría, el agresor considera legítimo usarla, vejarla, conseguir que sufra. En ese juego de poder, él manda. Y seguramente encuentra una razón para defender sus actos. Ya nos encargamos como sociedad de criminalizar a la asaltada por sus movimientos y costumbres y disculpar al hombre por sus irrefrenables impulsos.

Reconfirmado en su crueldad como macho alfa, el tipo normal vuelve a casa. Se quita los zapatos. Revisa Twitter antes de dormir. Su vida sigue. Mañana vas a saludarle cuando te lo cruces por la calle.