P or primera vez en la historia de mi generación, tengo la sensación de que el mundo se mueve hacia lo desconocido. Antes caminaba según lo previsto. Los grandes acontecimientos de nuestra vida fueron abordados con la agitación natural de superficie, pero con la calma del subsuelo marino. Como dice Koselleck, la prognosis histórica es de orientación, no de detalle. Y así fue. Las fuerzas que diseñaban las expectativas tenían poder para realizarlas. Los grandes acontecimientos eran preparados con tiempo y generaron esquemas de actuación prefijados. Cuando Franco murió, sabíamos lo que sucedería y solo ignorábamos el curso concreto que nos llevaría allí. Cuando el Muro cayó, y su caída se preparó con mucho tiempo, era evidente lo que pasaría después y solo ignorábamos los sucesos circunstanciales. Por el contrario, cuando cayeron las Torres Gemelas comprendimos que el acontecimiento tenía un rasgo simbólico, pero no supimos de qué. Cuando el ombligo del mundo se trasladó de Berlín a Bagdad, quizá algunos pensaban que significaría una victoria más de Estados Unidos, que achicaría el espacio ruso de influencia mundial. Quizá el inicio de la guerra civil de Siria fuera previsto como la limpieza del terreno al este del Éufrates.

Sin embargo, resulta evidente que ha fallado o la prognosis o la fuerza capaz de realizarla. Por una razón u otra, el resultado de todo este desplazamiento no permite augurar que se sepa hacia dónde se va. Por eso, por primera vez en 60 años, no tenemos claro hacia dónde se mueve la realidad. Lo sobrevenido puede irrumpir en cualquier momento, porque la alteración de los equilibrios es de tal índole que un desplazamiento pequeño en un sitio puede dar lugar a corrimientos de fuerzas ingentes en otros puntos. Una multiplicación de esos sobrevenidos puede llevarnos a lo completamente desconocido.

Un ejemplo de lo que digo es el movimiento de Turquía. Si alguien considera firme su anclaje en el bloque occidental, puede preguntarse por la protección estadounidense al clérigo Fethullah Gülen. Lo fundamental para Turquía, desde siempre, es la guerra contra los kurdos. Lo sobrevenido de la aventura estadounidense en el Próximo y el Medio Oriente es que ha tenido que dar una enorme importancia a dos actores: los chiítas y los kurdos. Sólo ellos, trabajando juntos hasta cierto punto, pueden lograr mantener a raya al Estado Islámico. La posibilidad de un Irak unido pasa por la concesión de amplia autonomía al Kurdistán iraquí. Son malas noticias para Ankara, como lo es el inicio de una normalización diplomática con Irán. En estas condiciones, es fácil que Turquía se mueva hacia posiciones de fuerza para tener las manos libres a la hora de intensificar la lucha contra los kurdos. Para eso tiene que disminuir su tensión con Rusia y rebajar su hostilidad con Israel. Es fácil ver que, tras lograr acuerdos con todas estas partes, y después de este simulacro de golpe, Erdogan inicie ahora su camino hacia una dictadura lo más abierta posible. Que haya eliminado el 20 % de los jueces no tiene otro nombre. De Europa no pueden venirle represalias. Contra ella, le bastaría con abrir el flujo de refugiados hacia el Danubio. Erdogan no espera nada positivo de Europa. Sabe que la integración europea de Turquía ya es imposible. Así que con nosotros sólo necesita una baza coactiva. Y ya la tiene.

Resulta evidente que Erdogan se prepara para un escenario post-EI en el que será inevitable mantener a Bashar al Asad, un gran triunfo para Rusia, que recompone su influencia regional. Esta lógica regional es la decisiva ahora y significa una derrota sin precedentes de los planes americanos, que no están por un policentrismo de poderes mundiales, sino por una lógica única marcada desde Washington. En estas circunstancias, la influencia de la OTAN pasa a una franja secundaria. Turquía no se desentenderá de ella, pero tampoco es su prioridad. Si su política se inspira en disponer de bazas coactivas para tener las manos libres, entonces la carta de la OTAN sigue siendo eficaz para que los aliados no tomen represalias importantes si su actuación se aleja de los parámetros occidentales. Pero en realidad, Erdogan sabe cuál es su baza ganadora: ni EE UU ni la UE pueden permitirse alterar sus propios equilibrios y sus posiciones sin poner rumbo a lo desconocido. Debilitados por sus problemas internos, con sistemas políticos muy inestables, con opciones de riesgo político llamando a las puertas de las instituciones, rotos por la violencia interna, ya se cubra esta con la coartada del odio racial o se presente bajo el voluntariado yihadista, ni EE UU ni UE pueden apostar por dar señales de cambio de época, pues llevaría a acelerar los procesos internos de inestabilidad.

En esta situación no debemos engañarnos acerca de la ambivalencia del brexit. La Unión Europa en unos pocos años de crisis, y mediante respuestas sin precedentes a situaciones de urgencia, ha cambiado la naturaleza de su Unión y será inevitable una ronda de renovación de los tratados para la zona euro. No se comprende bien que los que clamaban por una Europa federal vean mal los pasos que se han dado hacia una armonización fiscal y económica, sin la que una federación de la deuda es inviable. Fiel a su diseño desde el inicio, Europa avanza respondiendo a necesidades de articulación económica, no anticipando estructuras políticas. En estas condiciones, la salida del Reino Unido era inevitable, lógica, coherente y clarificadora. Sin Londres, Europa tendrá más opciones para avanzar en ese diseño federal.

Por los primeros anuncios de Theresa May, sabemos que pretende activar la Commonwealth, y ahí está Australia, ofreciendo ya un tratado de libre comercio; o el nuevo Gobierno británico, amenazando con poner límites de permanencia a los trabajadores comunitarios. Malos tiempos para poner en circulación de nuevo el reflejo imperial, pero eso es lo que anuncian las declaraciones de Boris Jonhson, ese homocigótico de Donald Trump, acerca de que Gran Bretaña fortalecerá ahora su papel en el mundo. EE UU ayudará lo que pueda, y ya ha dicho que el TTIP no tiene el mismo valor con el Reino Unido fuera. Todo es presión para una Europa que, carente de una política exterior adecuada y de una política militar propia, es el eslabón débil de la cadena internacional. En el nuevo nomos de la Tierra que se avecina, la suerte de una potencia pacífica va a estar muy comprometida, desde luego, y es fácil que Europa soporte las consecuencias, pues apenas tiene capacidad de producirlas. El paternalismo defensivo que le presta Estados Unidos también le ata las manos respecto de una política exterior, y basta con mirar la cara de Mogherini para adivinarlo.

En estas condiciones, los acuerdos que se forjen en el ámbito de la Comisión para la gobernanza económica tienen los pies de barro desde el punto de vista político. Nunca se vio más claro el ritmo divergente del gobierno económico y lo que desde siempre se llamó «asuntos de Estado» y que van más allá de la riqueza y la pobreza, pues tienen que ver con la vida y la muerte. Por eso, para los europeos, lo más urgente es comprendernos como una comunidad existencial, amenazada por los mismos riesgos. Pero ninguna comunidad existencial se ha forjado jamás sin tres condiciones: la solidaridad interior, la defensa de una forma de vida preferible a las que te amenazan y el liderazgo que haga visible ambas cosas. Estas condiciones han sido destruidas por el mismo enemigo: la agenda neoliberal.