Mario Vargas Llosa sostiene que «con la revolución informática vivimos una marea informativa que nos sume en el vértigo de la confusión». Claro. No hay más que ver el reciente espectáculo político español. Si todos los ridículos pretenciosos del escaparate público se miraran al espejo, y no todos ellos políticos „también empresarios, banqueros, sindicalistas, agentes sociales y hasta arzobispos„ es posible que se recuperara la cordura colectiva, pero está visto que aquí vende el guirigay de los sones latinos, las sonrisas de grafiti, las escenas de campo y playa o los vagos durmientes. Y es que el llamado pensamiento único fue el resultado interesado de la desideologización en un proceso simplificador que tiende ahora a abandonar la controversia y la pluralidad y que pareciendo que defiende al individuo frente al Estado anula su pensamiento crítico y lo convierte en materia de mercado.

La comunicación era antes un medio de expresión de nuestra libertad y hoy se ha convertido en una ideología. Por eso, ante las nuevas conductas, sería necesario desarrollar un nuevo pensamiento. Pero el intelectual aquí suele aparecer más como víctima que como urdidor de un debate que supere la resignación; el empresario como un cínico ciego, presto a su propio pan para hoy sin atisbar su hambre posible del mañana, y el político, no como un transformador de la realidad sino como quien delega las atribuciones del Estado y su soberanía a lo que es llamado sociedad civil y no constituye con frecuencia otra cosa que un cónclave de mercaderes. Esto, amigos, es un mercado. Ryzard Kapuscinski, al tiempo que admitió que «la civilización se vuelve cada vez más dependiente de la historia imaginada por la televisión», consideró que ésta es a menudo falsa y sin fundamento.

Y vamos a más: los altos índices de audiencia de los programas televisivos más banales confirman que no sólo son responsables de su oferta los protagonistas de los rifirrafes de alcoba, los chismorreos y la trivialidad con que se manejan las más estúpidas intimidades. El público que los reclama responde al perfil de una ciudadanía mayoritaria que apoya ese negocio con su interés. Y además, no ya los puros informadores, sino los llamados analistas de la realidad, que son hijos de la misma sociedad a la que sirven, hacen con frecuencia del debate público ese guirigay que se les demanda con un formato muy parecido al de los debates marujiles o marujilos.

También las redes, a pesar de su indiscutible valor de progreso, se emplean más en la difusión de mensajes carentes de enjundia, cuando no en miserables insultos, descalificaciones o calumnias, que en interesantes reflexiones que ayuden a construir un espacio para enriquecerse con el diálogo o la controversia. Y si bien el poder de la red desconcierta a los sátrapas, que luchan también contra la liberación que supone la voz que da Internet a los sin voz, «todas las redes tienen agujeros y hay que saber aprovecharlos», como dijo Antonio Tabuchi. Y razón tenía. Pero hay que saber aprovecharlos y no degradarlos.

Los totalitarismos del siglo veintiuno no van a ser iguales, pero las democracias no podrán dormirse en los laureles de la nueva retórica y el paripé tecnológico. Antes, la publicidad, la información y la cultura de masas estaban separadas; hoy, no. Hoy se fusionan; además, la publicidad absorbe a las demás. Y eso no es ajeno al hecho de que en la comunicación de la era global se produzca una infantilización en la comunicación de los mensajes, como señala Ignacio Ramonet, debida en buena parte a lo que se tiene por cualidades en una cultura sometida al mercado que requiere una comunicación con velocidad, que además sea abundante y que, por supuesto, tenga condiciones de mercancía.

Se ha cultivado así un perfil de audiencia numerosa que debe reflejar bien a una buena parte de la sociedad que no sólo responde a los intereses de un mercado sino que se ha convertido en la multitud reclamada para el voto de aquellos políticos que saben ya dónde está el escenario de la auténtica plaza pública y cuál es el perfil del destinatario de un discurso simplón con variados resultados para ellos. Se aplican en consecuencia más que a los viejos mítines a preparar la función circense en la que la ocurrencia sustituye a la idea y la impostura destaca tanto como la trampa. Así, pues, dado el desinterés de esa clientela en cualquier aprendizaje que cultive la razón y con el rechazo de un modesto ejercicio personal de ese cultivo, muchos son partidarios de que en la escena pública la palabrería sustituya al conocimiento y la retórica huera a la reflexión. La impostura vende más que el rigor y la desvergüenza está más acreditada que la sensatez.

Tenemos, pues, un país alfabetizado, pero culturalmente desnutrido. Y claro está que lo que la cultura, tan ausente de los discursos políticos, tenga que ver con este panorama no es lo de menos. Una ciudadanía culturizada se permitiría desde una buena formación, desde la madurez, desde el puro sentido ético, exigir a los políticos la honradez en el discurso sin dejarse sorprender por quienes lo cambian de un día para otro o lo mantienen con desfachatez en el desarrollo de una puesta en escena, caricaturesca unas veces o ridícula otras, de acuerdo con una interesada transformación social de las ideas, las estrategias o los puntos de vista que los lleven a ganar, aunque tengan que ocultar sus verdaderas identidades en la nueva superficialidad que los embarga. Y vuelvo a Tabuchi: «La función del intelectual es levantar dudas en la opinión pública, al contrario que el político, que debe hacer creer a los votantes que el suyo es el mejor de los mundos posibles».

Sería erróneo, sin embargo, atribuir a toda la ciudadanía la compra de la estupidez. Hay unos votantes silenciosos y perplejos que, apesadumbrados, se distancian del espectáculo bochornoso de la nadería en el camino al gobierno que no llega, o a saber cómo, y lo sufren con sentido crítico o se distancian de él con su rechazo. Y más ahora, ante el espectáculo del camino al singobierno o a un go

bierno de estatuas o figuras detenidas con las tácticas de los silencios o el estatismo cínico de la inoperancia aplaudida y votada.

Ante eso, bien vale la carcajada como alivio, que también hay quien ríe de miedo, pero igual de lícito es echarse a llorar. Por vergüenza o por desaliento. Y que nadie le quite al miedo su valor, que la irresponsabilidad o la indecencia sólo la apoyan unos valerosos sin miedo. El miedo no es un ejercicio de cobardía, sino más bien un arma de responsabilidad. La historia está llena de seres, supuestamente valerosos y confiados, que nos han llevado a verdaderas catástrofes por falta de miedo.