Es un hecho que desde hace tiempo la enseñanza universitaria se ha convertido en el último tramo y el más especializado de la formación profesional en las sociedades avanzadas. En consonancia con ese cambio, la inmensa mayoría de los estudiantes universitarios aspira a aprender un oficio mediante el que ganarse la vida y merecer una posición social. Esa es la demanda social cuya satisfacción ha hecho de la universidad una institución nuclear y abierta por la que transitan buena parte de nuestros jóvenes.

Además, nuestra sociedad no sería la misma si no se hubiera producido esa amplísima accesibilidad a los estudios universitarios que son, con diferencia, el procedimiento social de promoción y autodestinación social más efectivo. La creciente especialización y complejidad de la formación necesaria para la incorporación al sistema productivo implica, de paso, una cierta democratización o extensión del principio de igualdad de oportunidades. Las profesiones aprendidas mayoritariamente en las universidades han sustituido a los patrimonios y, desde entonces, pocas son las situaciones de partida que garantizan una posición de predominio en términos económicos, sociales o culturales. En el contexto de las sociedades europeas, desarrolladas y democráticas no resulta realista pretender que la universidad deje de cumplir esas misiones que, además, tan inmensos beneficios materiales y progresos sociales han reportado. No obstante, esa transformación tiene implicaciones sobre las que rara vez se reflexiona con sosiego y alcance.

La eficacia de la institución universitaria para formar los profesionales que nuestras sociedades demandan, implica también la instrumentalización de la universidad como la instancia formativa dentro del sistema productivo y económico. Además, esa instrumentalización se completa mediante la orientación de la mayor parte de la investigación hacia innovaciones tecnológicas que suponen ventajas competitivas para las corporaciones industriales y de servicios. Tanto los sistemas de evaluación de la calidad de la actividad universitaria, como los criterios de las Administraciones públicas para la financiación de las universidades y, muy especialmente, de la investigación, preconizan los criterios de rentabilidad y productividad como el efecto impuesto y deseado para justificar el uso de fondos públicos y la eficacia social de la institución universitaria.

En correspondencia con todo lo anterior, las titulaciones y sus planes de estudios se diseñan incluyendo cada vez más el entrenamiento en habilidades y menos la formación en saberes científicos. Si a todo lo anterior se suma la exigencia de egresar licenciados y diplomados inmediatamente útiles para las empresas que los contratan, se entenderá que las universidades se llenan de materias y de profesores cuya cualidad es la de los antiguos maestros gremiales, porque lo que saben enseñar es cómo se hacen ciertas cosas que son necesarias en sus oficios. Los efectos de esa gremialización se amplían a las políticas de contratación de profesorado, a las estructuras y criterios de gobierno, a los baremos de evaluación del profesorado y de las titulaciones y, por último, al predominio de una cultura de la especialización en habilidades que es la forma visible de la hegemonía de los puntos de vista profesionales y productivos.

Así puestas las cosas, no se ve claro por qué un claustro de profesores es más competente para el diseño de un plan de estudios (o de unos planes de investigación) que los respectivos colegios profesionales, los cuadros de funcionarios de la Administración, o los sindicatos y las asociaciones empresariales de cada uno de los ámbitos productivos o profesionales. Y si esa idoneidad no se ve clara es, precisamente, porque se ha perdido sobre la universidad el punto de vista universitario. Fue Goethe quien sentenció, no sin cierto desdén, que quienes no saben hacer una cosa se dedican a enseñarla. Y esa es la situación a la que la gremialización de la universidad nos ha conducido: los buenos profesionales hacen bien lo que los profesores no sabemos enseñar tan bien. Y es que el imperativo de la eficacia y la utilidad proyectado sobre la educación superior produce la paradoja de una enseñanza nunca suficientemente actualizada, porque dicha puesta al día se lleva a cabo con mayor eficiencia en los espacios profesionales que en los académicos.

Sin embargo, la universidad no dejaría de cooperar a la prosperidad material ni de cumplir su misión de promoción social, sino que contribuiría más eficazmente en esa dirección, si cayéramos en la cuenta de que sus profesores deben enseñar precisamente lo que no se puede aprender en las empresas; y que profesores deberían ser quienes saben lo que no saben los profesionales del gremio correspondiente. Al menos, ese debería ser el trazo grueso en el perfil de los estudios y el profesorado universitario.

Es verdad que de ser así, los alumnos saldrían de la universidad sin saber la mayor parte de las habilidades que ahora les enseñamos muy deficientemente en nuestras aulas. Y también que los gestores de las empresas receptoras se preguntarían qué se les ha enseñado a los jóvenes en la universidad si no saben lo que les convierte en inmediatamente productivos en el mercado. Pero la respuesta sería fácil: se les ha enseñado lo que ustedes no saben ni les pueden enseñar, disciplinas y saberes básicos que forman sus hábitos intelectuales más importantes y que les hacen flexibles no sólo para aprender lo que sólo ustedes saben enseñarles, sino para asimilar con eficiencia los nuevos escenarios tecnológicos.

Ya es triste observar cómo políticos, comunicadores y hasta gestores de universidades han perdido (si es que alguna vez lo tuvieron) el punto de vista universitario sobre la universidad. Pero ese panorama se vuelve calamitoso cuando los propios profesores se dejan imbuir de los hábitos de los oficios, sin reparar en que la diferencia entre una profesión y un oficio es que la primera es una ocupación que requiere el estudio y se convierte en una forma de vida, mientras que la segunda es un ejercicio que sólo requiere, y no es poco, saber hacer bien las cosas. Esa es la diferencia entre un profesor y un profesional. Ambos términos derivan del antiguo sentido de profesión como declaración pública. Pero el profesor hereda las funciones y las instituciones fundadas por aquellos que habían hecho profesión de la religión, es decir, que comprometían una dedicación íntegra de sus personas a una forma de vida que, en nuestro caso, es el estudio.