La gente, con esto del fútbol y la televisión, está perdiendo las buenas costumbres. Mucho más que con la amenaza bacteriológica y aquella cosa ceñuda del ántrax, cuando todo español responsable no se quitaba los guantes ni para mirar en el baño las ofertas de Mercadona. Enfermar por correo y en la prehistoria del spam. Eso sí que era bohemia. Ahora la vida sigue, pero en una versión pobre y trasnochada. El pueblo ha hablado, o al menos, una de las dos España, que es la que está con el Barça. Uno, que en menesteres deportivos y sentimentales siempre estuvo en la tercera vía, confía de antemano en la separación de poderes: al césar lo que es del césar, a la iglesia los báculos y a los futbolistas, salvo contadas excepciones, la redención local, que es la que viene dada con los goles.

En España, país cabezón y de cuenca esférica, se confunde hasta la heráldica. Uno ya puede ser un zote, pegarle a la madre y montar un festival de flamenquito pop en el Carvern: todo se olvida mientras se enhebre bien y se chute por la escuadra. En este caso coincide además con un sentido bochornoso de la persecución. Los catalanes, con esto del proceso, se parecen cada día más a los españoles y a los Christianos que leen el Marca. Vienen a por nosotros, parecen decir. Y se olvidan, más allá de la injustificable evasión millonaria, de otro delito, este no amparado en el Código Civil, pero que debería, como mínimo, tener una penalización social y despertar un rubor solidario y contagioso: que el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos se jacte de no entender ni jopo de mecánica financiera, como si fuera el alma cándida de un nonato visitando las oficinas del purgatorio.

En España se comprende perfectamente que cualquier ladrillero venido a más se desviva con ahínco por meterse en la cosa del fútbol. La gloria con calderilla del balón es el chollazo. Y da para todo tipo de bulas y exenciones. Lo saben los políticos, que hacen lo imposible, con la mano abierta y con la de detrás, para eludir cualquier encontronazo con los mandatarios pandilleros del deporte. Mientras la justicia y las televisiones afinan los juicios paralelos y los consetudinarios, lo único que parece claro es que Messi nos ha querido meter un gol en toda regla a todos los habitantes de España. Y también gente como Dani Alves, Pedrosa o la señora de Arias Cañete, cada uno con sus intentonas, más o menos deliberadas, de contribuir lo menos posible con el sistema público y detraer cantidades nada magras de sus obligaciones con el Estado. Ahora sigamos aplaudiendo. Riéndole las gracietas y las cucamomas, diciendo que todos somos algo y alguien sin dejar de ser paradójicamente nada más que nosotros: con lo que eso comporta. Al menos, para un servidor. Al que Hacienda no le resta, y hace bien, ni los gritos de apoyo al Cholo Simeone.