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Humillados y ofendidos

En las últimas semanas hemos asistido a un incremento de la polémica sobre los límites de la libertad de expresión en las redes sociales. De entrada, sí me gustaría afirmar que el debate debería versar, en su caso, sobre los límites de la libertad de expresión "a secas", sin establecer conclusiones diferentes para su ejercicio en función de dónde se ejercite. La línea fronteriza que delimita dónde termina el amparo ante la difusión de ideas y dónde comienza el legítimo deseo de castigar determinadas manifestaciones no debe ser distinta en función de si dichas palabras se pronuncian en Twitter o en la barra de un bar, en Facebook o en un mitin, en un programa televisivo o en un artículo periodístico. Dicho de otra manera, el problema no reside en las redes sociales sino, como suele ser habitual, en el propio ser humano y su modo de utilizar los instrumentos que tiene a su alcance.

En un Estado constitucional, además, el límite al ejercicio de un derecho fundamental debe encontrarse en las leyes y, por ser una cortapisa a uno de sus principios constitucionales, debe aplicarse interpretando restrictivamente todo lo que implique cercenar o constreñir la efectiva práctica de ese derecho. Por tanto, ante las opiniones vertidas por los ciudadanos, serán el Código Penal y la doctrina jurisprudencial sobre las relaciones entre el derecho al honor y el derecho a la la libertad de expresión los que marquen las reglas de juego en nuestra sociedad democrática.

No existe ningún derecho, ni en España ni en ningún otro Estado constitucionalista, a no sentirse ofendido ante discursos ajenos. No se castiga el mal gusto al hablar, como tampoco se castiga el mal gusto en el vestir. No se sanciona la falta de tacto al expresarse, como tampoco la mala educación al comportarse. La grosería, como la ignorancia, no pueden ser objeto de persecución penal o administrativa. Cosa distinta es cómo reaccione la ciudadanía ante esas muestras de impertinencia y vulgaridad, ya sea mostrando su disconformidad, ya sea recriminando socialmente dicho comportamiento.

El pasado trece de julio el Tribunal Supremo dictó la primera sentencia condenatoria por las expresiones vertidas en una red social sobre la banda terrorista ETA y algunas de sus víctimas. En este caso sí existe un concreto artículo del Código Penal que castiga dichas conductas y en la citada resolución judicial figuran algunas pautas para entender el asunto.

El castigo al enaltecimiento del terrorismo persigue la justa interdicción de lo que, tanto el Tribunal Europeo de Derechos Humanos como nuestro Tribunal Constitucional y el propio Tribunal Supremo, vienen denominando -en sintonía con una arraigada tendencia de política criminal- «discurso del odio»: es decir, la alabanza o la justificación de acciones terroristas. Comportamientos de este tenor no merecen la cobertura de otros derechos fundamentales, como la libertad de expresión o la libertad ideológica, puesto que el terrorismo constituye la más grave vulneración de los derechos humanos de la comunidad que lo sufre. Su discurso se basa en el exterminio del distinto, en la intolerancia más absoluta, en la pérdida del pluralismo político y, en definitiva, en la generación del terror colectivo como vía para alcanzar su finalidad. Igualmente, dichos tribunales han sentenciado que la humillación o el desprecio a las víctimas de las acciones terroristas afectan directamente a su honor y, en definitiva, a su dignidad. En esa tesitura sí se puede (se debe) ser enérgico y contundente, dado que una conducta permisiva ante semejantes planteamientos totalitarios equivale a abrir la puerta a la eliminación de nuestro modelo de derechos y libertades.

No se trata de prohibir el elogio ni el apoyo a determinadas ideas y doctrinas, por más que éstas se alejen o, incluso, cuestionen el marco constitucional. Menos aún de prohibir la expresión de opiniones subjetivas sobre acontecimientos históricos o de actualidad. Muy el contrario, se trata de perseguir la exaltación de los métodos terroristas (radicalmente ilegítimos desde cualquier perspectiva constitucional) y de los autores de esos delitos, así como las conductas especialmente perversas de quienes calumnian y humillan a las víctimas, al tiempo que intensifican el dolor y el horror de sus familias.

Fuera de ese ámbito circunscrito al terror y a sus métodos, y al honor de las personas, se deben amparar las demás expresiones -desafortunadas o no, acertadas o no, grotescas o no- en el marco del ejercicio de las libertades como algo consustancial a nuestro sistema, aunque resulten ofensivas y no se comparta su contenido.

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