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Marcar territorio

Detrás de los grandes temas de cualquier época se sitúa la necesidad de delimitar el terreno en el que desarrollar la vida. Los animales lo hacen orinando. Los humanos, a través del nacionalismo o el racismo. Como seres migrantes que hemos sido desde el primer parto de la Eva mitocondrial centroafricana, nuestra historia ha sido la de la búsqueda del sustento y bienestar allí donde se lograba encontrar. España es un ejemplo de esto, al estar mestizada profundamente por sus cuatro costados, e incluso en el exterior, con ocasión de la aventura americana. No hay nación del planeta que no haya experimentado la llegada o salida de unos u otros persiguiendo el progreso. Por infinidad de motivos (climáticos, económicos, sentimentales, familiares, bélicos...), hemos ido recorriendo el planeta y lo seguiremos haciendo, porque frente a ese proceso resultan imposibles los muros o las fronteras, por más que los propongan quienes, por cierto, son también descendientes de emigrantes.

En este contexto es en el que procede ubicar al Brexit, así como a los procesos independentistas europeos o a las tendencias populistas ultraconservadoras que, si nadie lo remedia, llevan camino de triunfar en Estados Unidos en noviembre.

En estos tres fenómenos, lo que está sobre el tapete es la defensa del territorio frente al foráneo. Lo que sucede es que el mundo actual es fruto de flujos migratorios intensos, y pocos pueden, salvo que construyan un imaginario de leyenda o reinventen la historia, enarbolar un origen que no proceda de diversas procedencias. De no haber contado con sangre nueva, los pueblos se hubieran convertido en meras tribus ensimismadas.

Todo esto ninguna relación guarda con la necesidad de salvaguardar las tradiciones y esencias de una determinada nación. Qué duda cabe que quien recala en un determinado país necesariamente ha de acomodarse a sus costumbres y formas de vida. Lo debe enriquecer con la cultura que traiga, pero sin imponerla. En Estados Unidos, múltiples comunidades de origen alemán celebran el Oktoberfest y las latinas sus célebres paradas por el centro de las ciudades, sin que ello suponga adulteración alguna del sentimiento norteamericano.

El reto en estos dilemas consiste en integrar a quienes llegan en el sistema productivo y social, y en filtrar con detenimiento a quienes no lo hacen con espíritu constructivo, sino para hacer daño o constituirse en una amenaza. Respecto del primero, el Reino Unido es un ejemplo de inclusión de la población de sus antiguas colonias en la metrópoli, algo bien visible en sus calles. En Norteamérica, sus millones de inmigrantes sin papeles, si no delinquen, pueden terminar una carrera en una universidad pública, sacarse el carnet de conducir, alistarse en el ejército o cotizar a la seguridad social. Las naciones que aprovechan sabiamente las migraciones como oportunidades, no solamente se enriquecen, sino que se hacen más grandes. Y sobre la seguridad, indudablemente ha de reforzarse no solamente en fronteras sino a través de los sistemas de información de las autoridades de los distintos estados, permitiendo detectar a los indeseables, casa por casa si es preciso, para aplicarles el régimen jurídico que les impida acabar con las sociedades que generosamente les han acogido.

Todos hemos sido migrantes. Los peruanos que en los años de bonanza radicaban en España, han retornado a Lima y reciben allí a miles de jóvenes españoles que buscan trabajo. Es ley de vida, desde que hay vida.

Quien no vea esto como algo natural, carece del mínimo sentido común. O pretende volver a la caverna.

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