Parece ser que uno, hasta no hace mucho, podía estar seguro del tiempo en que vivía y de la generación a la que pertenecía. Uno había nacido en un ambiente concreto cuyas características perduraban lo suficiente como para que tan pronto adquiría uno conciencia de su existir, se asimilaba de alguna manera su entorno y tomaba una posición desde la cual iniciar, a nivel individual pero también dentro de un colectivo, su evolución. Con un punto de partida sólido y definido se abordan mejor los cambios, las adaptaciones, las novedades y, sobre todo, las decisiones que la existencia comporta. Uno sabe de dónde viene, que ya es mucho saber, y busca criterio y sabiduría para influir lo que pueda en el adónde va. Lo malo es que le haya cambiado a uno el mundo tres o cuatro veces mientras tomaba las primeras papillas; que se vea rodeado, cuando empiece a mirar inteligentemente su alrededor, de una vorágine proteica; de un caos falto de referencias estables.

La vida, en semejante supuesto, es una perpetua eventualidad, una incertidumbre constante con ribetes de sordidez; sordidez que no se contenta con aherrojar a los nacidos bajo su predominio, sino que atrae hacia sí con la fuerza de la electrónica y sus necesidades inducidas a los que nacieron en tiempos de psicología más estable. Porque va uno en el tren y no le resulta extraño, aunque sí triste, ver jóvenes mentalmente impedidos, lisiados en su capacidad para dejar de observar una pantalla; en ellos es natural, porque ya nacieron en un entorno repleto de autorreporterismo. Macerados en parainformación, infrainformación y subinformación han llegado a ser criaturas dispersas entre imágenes banales y mensajes intrascendentes.

Lo increíble, lo desconcertante, lo inverosímil es contemplar cómo personas de cierta edad se han dejado practicar la misma lobotomía; cómo individuos adultos, que pertenecen a una época de concreciones y serenidades, pierden el resuello abriendo y cerrando grupos, leyendo estupideces y correspondiéndolas de inmediato; cómo se han dejado sumergir en el trabajo febril y obsesivo de mantener conversaciones múltiples y simultáneas, de hipotecar el tiempo enviando y recibiendo trivialidades, imaginándose centro del mundo e ignorando por completo la vida que les rodea. Uno, en medio de todo esto, con un teléfono viejo en el bolsillo y un libro en la mano, se siente como un extraterrestre, y piensa que de tanto mirar se lo están perdiendo todo.