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"Olimpic Games"

Dentro de unos días arrancan los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. Prácticamente todo el mundo está ya allí escuchando la leyenda de la chica de Ipanema, pues el miércoles mismo empiezan las primeras pruebas, previas a la siempre esperada ceremonia inaugural que tendrá lugar el viernes 5 en el gigantesco estadio de Maracaná. A partir de ahí se sucederán dos semanas de competiciones deportivas y cientos de retransmisiones. El mundo se pone en modo deportivo pero, también, en clave nacional.

Ondean las banderas y suenan los himnos como en casi ningún otro ámbito. Los espíritus de las naciones se subliman gracias a lo más vistoso de la parafernalia militar: los desfiles, los colores, la música... Es lo que quería el famoso barón de Coubertin, un historiador por cierto, cuando restituyó los juegos de la tradición griega en 1896 para que las naciones dejaran los tambores de guerra por el deporte. Según cuenta la Wikipedia, nada más conocerse la idea de volver a la competición deportiva de emulación helénica, los ingleses criticaron la misma y decidieron no participar. Como respuesta a los británicos, en Alemania se acordó boicotear los juegos, mientras los griegos se desmarcaban también de la iniciativa por los gastos que éstos pudieran ocasionarle al país, al borde de la ruina. ¿Les suena?

Los de Río, en este caso, son unos juegos marcados por el colapso político de Brasil y su crisis como país emergente en lo económico. Los Olímpicos iban a ser el colofón a un período de esplendor en el que, por fin, la nación más grande y rica de Sudamérica se iba a incorporar al primer mundo. La corrupción, el zika, la desigualdad social y racial, la falta de equilibrio en un país que gestiona el principal legado medioambiental del planeta, auguran, sin embargo, más problemas que soluciones para la república federal brasileña que, en vez de desarrollo, puede mostrar al mundo caos e ineficacia.

Todo ello enmascara, no obstante, el gran escándalo de los juegos de Río, que no es otro que el dopaje institucional de Rusia, cuyo Estado tramposo no fue expulsado por el COI por el miedo de los directivos olimpistas al boicot crítico de la segunda gran potencia del planeta. El enjuague final no evita las dudas sobre las formas políticas rusas, cuyos dirigentes, ya sean monárquicos, comunistas o ahora posyeltsinianos, parecen refractarios a los principios más honestos y puros del juego limpio, o sea, a la democracia. Menos mal que a los rusos les queda su extraordinaria literatura y su melancólica música para olvidar las penas.

Estos serán, además, los primeros juegos que se vivirán bajo la amenaza yihadista, lo que hace sobrevolar sobre los mismos los fantasmas de Munich en el 72. Hay que acostumbrarse a un mundo salpimentado de terrorismo imprevisible como sugirió hace muchos años el lúcido Luis Buñuel en Ese oscuro objeto del deseo, con Fernando Rey persiguiendo encelado a Ángela Molina y a Carole Bouquet mientras estallan bombas por las esquinas.

Así que no hemos salido de una crisis y ya estamos enlazando otra, más humanitaria y moral, sin duda, pero también económica, pues los gastos en seguridad se van a multiplicar, queramos o no, en los próximos tiempos occidentales, distorsionando nuestras más firmes convicciones políticas. O qué otra cosa es sino su papel como tapón y secante de los refugiados sirios, con el dinero de Angela Merkel, lo que está permitiendo al turco Erdogan la mayor purga de Estado que se recuerda desde los tiempos de Stalin. Temas que están ausentes de la agenda política española, lo cual no debe sorprendernos porque uno duda de si, finalmente, esa agenda existe o si tiene algún argumento verosímil más allá de mirar la política como una agencia de colocación, una carrera de éxito y no de contenidos.

Serán los venideros días de orgullos patrios mientras alcance para conseguir medallas, lo cual no soluciona ni impide las ansias independentistas de muchos territorios, y más concretamente del nuestro. Creímos todos en su día, y el rey Juan Carlos y Felipe González a la cabeza, que los juegos del 92 en Barcelona servirían para aplacar las reivindicaciones catalanistas. Todo lo contrario por lo que ha sucedido después. Los juegos fueron un éxito, la fraternidad entre los pueblos españoles resultó ejemplar, el monarca habló catalán a todo el mundo y las inversiones fueron cuantiosas y bien aprovechadas. Barcelona es la ciudad que más y mejor se ha dinamizado tras unos juegos, hasta el punto de convertirse en todo un paradigma de ello. Pero las cosas entre España y Cataluña no pueden ir peor.

Por todo ello no termino de compartir tanta exaltación deportivo-nacional. Prefiero el fútbol por equipos de ciudades. Los que habitamos la ciudad, como explica Lewis Munford, somos más acrisolados, menos etnicistas. Las ciudades siempre han tenido extranjeros mercaderes, visitantes, diplomáticos€ que nos acostumbran a lo diferente. Algunas obras públicas de mucha magnificencia necesitaron siempre mano de obra foránea, ingenieros capaces€ y ahora también fondos de inversión.

La ciudad y sus actuales representaciones, los equipos de fútbol, no tienen otra que convivir con lo diverso e incluso con lo distante. Las selecciones nacionales, en cambio, son más exigentes con la uniformidad de pensamiento que ya no de etnia como vemos en los equipos de las naciones poscoloniales, para cabreo, supongo, de los Le Pen y Farage de turno. Desconfíen, pues, de los que amarran invirtiendo en bonos de Estados y ábranse al capital que arriesga creyendo en las estrategias a futuro de las urbes.

Tengamos los Juegos Olímpicos en paz.

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