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Dimitir, en primera persona

Parece que para el PP el verbo "dimitir" no existe en primera persona. De otro modo no se explica el empecinamiento de su líder y presidente del Gobierno en funciones de seguir en el cargo cueste lo que cueste.

Cuando nadie te quiere, y ello por razones más que obvias, lo sensato es retirarse con dignidad y dejar que algún otro pruebe suerte, pero el registrador de Santa Pola considera su cargo en propiedad, al menos mientras gobierne el PP.

Mariano Rajoy parece creerse imprescindible tanto para su partido como para el país y se niega a todas luces a reconocer que la antipatía que despierta en sus contrincantes políticos se la ha ganado a pulso con su forma de gobernar durante más de cuatro años.

Uno no puede pasarse toda una legislatura ninguneando a los demás, gobernando a espaldas del país real y pretender luego, sólo porque no se puede seguir haciendo de su capa un sayo, que los ninguneados le echen una mano en el último momento.

Y ello sobre todo cuando se sigue creyendo que todo lo hizo uno bien, que los equivocados son los otros y no hay por tanto apenas nada de qué arrepentirse y sólo cabe alguna que otra corrección cosmética.

El grado de corrupción alcanzado en España durante el Gobierno del PP es algo tan escandaloso que incluso, en su extendida variante urbanística, forma el telón de fondo de una detectivesca historia de persecución de un curso de español por internet de la BBC.

A nadie se le oculta que con la desaparición de Rajoy de la escena política no acabarían los problemas de su partido porque hay muchos corresponsables de lo sucedido en los últimos años, pero al menos ayudaría a desatascar la situación.

Porque cualquier alianza de gobierno con un partido que siguiera teniendo al frente a Rajoy desautorizaría inmediatamente a todos cuantos se pasaron las dos últimas campañas electorales diciendo que jamás entrarían en un gobierno por él presidido.

Así, el problema personal que pudiera tener Rajoy, un presidente herido en su orgullo, no pesaría nada en comparación con el daño que haría a la democracia española su continuidad en La Moncloa.

Pues dejaría una vez más en evidencia que las promesas que hacen en campaña muchos políticos se las lleva el viento a la primera de cambio.

Pero, reconozcámoslo, el problema no es sólo el PP y su estructura piramidal, que hace que nadie se atreva a discutir al menos abiertamente al jefe, como ocurre en cualquier otro partido europeo: baste recordar lo sucedido en su día con la primera ministra británica Margaret Thatcher.

La responsabilidad es también de otros: en primer lugar, a aquéllos ciudadanos a quienes no parecieron bastar los más que de sobra conocidos escándalos del PP como para cambiar, aunque fuera por una sola vez, el sentido de su voto.

Pero también de quienes en la izquierda, pecando de indefinición ideológica o de soberbia, según los casos, parecen preferir la continuidad de un presidente desacreditado dentro e insignificante fuera en lugar de esforzarse en la búsqueda de un pacto, por difícil que sea, que permita al menos pasar página.

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