El verano, de momento, no está siendo tan cálido como otros muy recientes. Pese a ello, los días de calor insoportable se están alternando con jornadas más frescas de lo habitual, lo que ha deparado noches extraordinariamente calurosas, no sólo en la zona mediterránea, sino también en otros muchos lugares de España. Conciliar el sueño cuando el termómetro anda por encima de los 25 ºC en el exterior de nuestras casas es misión casi imposible, y el problema se agrava en las ciudades por el efecto isla de calor. En los centros urbanos, los edificios y las calles escupen por la noche la energía acumulada durante el día a causa de la intensa radiación solar. Ese calor que el cemento devuelve a la atmósfera por la noche es el que nos amarga las horas de sueño en julio y agosto, aunque realmente somos culpables de lo que sucede porque en España, lamentablemente, los planes urbanísticos apenas han incluido el color verde de los árboles y jardines. Las llamadas noches tropicales, que se han hecho famosas en estos últimos años, serían mucho más llevaderas en nuestras ciudades si no nos hubiésemos obcecado en planificarlas con semejante densidad de edificios y nuestras manzanas incluyeran zonas verdes que moderen el calentamiento diurno y añadan frescor por la noche. Salvo honrosas excepciones, la ciudad española es el caldo de cultivo perfecto para el calentamiento global. Los errores del pasado están ahí, pero deben tenerse en cuenta para los años venideros. Lo de que los horrendos bloques de edificios levantados en el litoral mediterráneo taponan la brisa marina no es ninguna leyenda urbana, sino una certeza que se hace patente en las noches de verano. Más vegetación y menos ladrillo es el mejor lema de una ciudad adaptada al clima. La española, en general, es un desastre.

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