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La red de los pecadores

Susana: «Mi suegra iba a misa varias veces a la semana. Se confesaba para dejar el alma limpia de pecados y así disponía de margen suficiente para seguir siendo egoísta, manipuladora, cínica y codiciosa a la par que mentirosa y rencorosa. No es mi intención hacer ahora un ajuste de cuentas con ella porque lo que tenía que decir ya se lo dije a la cara cuando decidí divorciarme del calzonazos de su hijo, al que yo tanto quería y al que tanto compadezco porque nunca podrá ser feliz bajo el yugo de semejante dictadora. Si traigo a colación su siniestra figura es porque me sirve como perfecto ejemplo de un tipo de personas a las que no soporto, que utilizan la religión a su conveniencia para creerse lo que no son, seres que asienten ante las palabras de los sermones que critican justamente aquello que hacen ellos siempre, que rezan no porque lo sientan de verdad, sino para convencerse de que hay vida más allá y que arrodillarse para repetir oraciones como loros les servirá para abrirse las puertas del cielo. Yo no me considero tan sabia como para decidir si soy creyente o no. Lo único que sé, y lo único en lo que creo, es que, a falta de pruebas concluyentes sobre otras vidas, lo mejor es pasar por este mundo como si no hubiera nada más allá, y en lugar de rezar prefiero actuar para ayudar en la medida de mis posibilidades a quien lo necesita. Y no necesito confesarme para limpiar mi alma, si es que existe, porque me basta con mirarme al espejo para saber en qué me he equivocado y a quién debo pedir perdón. Siempre he tenido claro que la religión es un asunto íntimo que no necesita grandes templos ni reuniones colectivas ni pastores que guíen los pensamientos y/o los sentimientos, que no vale de nada repetir mecánicamente frases mientras se tiene la cabeza en otra cosa, que para ser buena gente y ayudar a los demás y luchar por dejar nuestra parcela en mejor estado del que la encontramos no hacen falta ritos de ninguna clase. Pienso, además, que el cielo y el infierno están aquí, y que muchos de los que rezan lo hacen por miedo a lo que pueda esperarles, una especie de pago de una hipoteca a pagar en cómodos plazos con la que esperan corregir todos sus pecados».

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