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La quietud de Lampedusa

La vieja máxima ignaciana que nos invita a evitar mudanzas en tiempos de desolación ilumina el difícil momento de la política española y europea. Evitar las mudanzas y permanecer agazapado, inmóvil, mientras pasa el temporal, parece resumir la posición de Mariano Rajoy de cara a la formación de un nuevo gobierno. Una aproximación inmediata nos dice que nos enfrentamos, desde hace años, a una sociedad tensa, encerrada en unos márgenes frágiles y poco esperanzadores. En primer lugar, la economía arranca y se crea empleo, pero este crecimiento no logra filtrarse adecuadamente. El mix de trabajo precario, sueldos bajos y alto paro estructural facilita más bien el estrés en una sociedad que comprueba cómo las diferencias en los estándares de vida siguen en aumento y, peor aún, la falta de perspectivas se enquista entre amplios sectores de la ciudadanía. En segundo lugar, la tensión también es política, con los principales partidos acosados por la corrupción y el relato democrático del 78 claramente debilitado.

En tercer lugar, el problema territorial sigue en efervescencia, con una doble raíz: la nacional-identitaria, por un lado, y la social, por el otro. Ambos ramales convergen en ocasiones. A la cuestión catalana seguramente la que exige más ingeniería fina a corto plazo, se añade el destrozo económico y de expectativas que sufre un buen número de regiones y comunidades de nuestro país, condenadas a malvivir de las subvenciones o los restos del Estado del Bienestar; víctimas, diríamos, del rostro negativo de la globalización. Con el desplazamiento de la geografía de la inteligencia hacia unas pocas ciudades y regiones, el conflicto territorial entre perdedores y vencedores sólo puede ir a peor. En última instancia la misma Europa ayuda a tensar las cuerdas, ya que la ciudadanía percibe cómo el núcleo de poder cada vez se aleja más y la democracia parece secuestrada por unas élites burocráticas que viven aisladas de los problemas concretos del pueblo (entre los cuales, por supuesto, también se incluye la inmigración descontrolada). El equilibrio se mantiene como en un castillo de naipes, a la espera de que no se produzca ningún movimiento sísmico de excesiva magnitud.

Ante esta situación, Europa en general y España en particular han optado por dejar pasar el tiempo. Con la mayoría absoluta de hace cuatro años, Rajoy gozó de una magnífica ventana de oportunidades. Hubiera podido reformar a fondo el país con la excusa del dictado de Bruselas. Como es habitual en él, optó por vendar la herida, confiando en los vientos favorables del futuro. Estos vientos llegaron básicamente con la caída del precio de las materias primas y las acciones del Banco Central Europeo, aunque se trataba sólo de un hecho coyuntural que no garantiza nada a medio plazo. Es cierto que, en los primeros dos años de gobierno, se realizaron algunos ajustes y se subieron impuestos, pero se evitó manipular el entramado de rigideces, ineficiencias y privilegios injustos sobre el que se asienta la sociedad española. En los dos últimos, años hemos asistido a una carrera enloquecida por recuperar el favor electoral, ya sea en forma de rebajas impositivas o de mayor gasto público. Se ha avanzado algo. Más bien poco.

El problema, sin embargo, reside en la dificultad de llevar a cabo las reformas necesarias cuando una sociedad se encuentra presa en un sinfín de contradicciones. Ese mismo malestar colectivo que reclama el cambio invita a un inmovilismo lampedusiano: no hacer nada porque, si se hace algo, la precaria estructura sobre la que sostiene el país puede desmoronarse. Este es el drama español y también el europeo. El shock reformista se ve enfrentado a la debilidad política, a los intereses creados, a las estrecheces presupuestarias, al descontento social y a la tensión territorial. Y, de fondo, una UE aquejada por males similares, carente de capacidad de seducción fuera de determinados círculos. Esperar y no hacer nada sería el consejo ignaciano sencillamente resistir. Pero quizás no sea tan sencilla ni tan recomendable esta táctica. Que los partidos muestren generosidad y coraje ante una realidad compleja sería el primer paso para exigir una valentía similar en la ciudadanía. Es el reformismo institucional el que debe guiar y moldear una respuesta a la difícil encrucijada ante la que nos hallamos.

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