Regreso de La Haya tras visitar el incomparable museo Mauritshuis, reabierto hace un par de años con obras maestras como La joven de la perla, de Vermeer, o El jilguero, de Fabritius, que inspiraron éxitos de ventas en las novelas de Tracy Chevalier y Donna Tart, respectivamente. Junto al museo, la puerta de entrada al histórico Parlamento, el Binnenhof, siempre permanece abierta dando paso al nuevo edificio, igualmente accesible, con una concepción política de transparencia.

Holanda muestra por doquier la jovialidad de sus gentes circulando en bicicleta o acariciando los primeros rayos de sol en el multiculturalismo que se aprecia, principalmente, en sus parques. Cerca del palacio real de Noordeinde una vieja placa llama poderosamente mi atención: «Dirty old men, need love too« («Los viejos andrajosos también necesitan amor»). ¡Qué hermosa lección para conciliar sensibilidades en medio de tanta belleza! Recuerdo entonces el hermoso poema de Lluis Llach Vell és tan bell, dedicado a su padre y a Dolors Puy, que trata de alejar de la mente de ambos el pensamiento que invade a muchos ancianos de que con la edad se pierde la belleza, y, en ocasiones, llega el desarreglo, el abandono, y la soledad.

La belleza reside también en la sabiduría del espíritu. El viejo conoce mejor los límites del tiempo y de la existencia. Lo joven, en general, ni escruta los amaneceres, ni recuenta los crepúsculos, ni se sorprende ante el paso de las nubes, mientras lo viejo por el contrario, disfruta con las cosas más maravillosas de la existencia. Ahora, cuando el tiempo apenas se comparte, el individuo desplaza a la familia y la vida se alarga, los viejos son, en ocasiones, abandonados a su suerte, cuando no recluidos sin necesidad en aisladas residencias, alimentados con comidas que extrañan, y atendidos por personas que, en el mejor de los casos, se muestran próximas aun cuando les sean ajenas.

En las calles, sustituídas por grandes vías aptas para la circulación y apenas para la convivencia, nuestros ancianos se ven desamparados ante una ciudad que cada vez desconocen más, viéndose acompañados, en muchas ocasiones, por bondadosos rostros de acompañantes, en gran número de casos inmigrantes, que suplen nuestras ausencias. Sorprendería comprobar el número de horas destinadas a pasear animales de compañía en relación con las dedicadas a nuestros semejantes.

La vejez, afirma Norberto Bobbio, es el momento en el cual tienes plena conciencia de que no sólo no has recorrido todo el camino, sino de que ya no te queda mucho tiempo para recorrerlo. Y, concluye: quien alaba la vejez es que no le ha visto la cara. Es posible que así sea, pero la lectura de aquella placa nos lleva a esta reflexión sobre la vejez desamparada y sobre la belleza que la misma encierra, que confiamos tener siempre presente.