Cuando todavía estamos en plena resaca electoral y tenemos frescas las promesas de que se van a crear millones de puestos de trabajo en los próximos cuatro años, a UGT le sigue asaltando la misma pregunta: ¿lo que se creará a partir de ahora son buenos empleos? Es evidente que desde la reforma laboral de 2012 lo que se ha generado son nuevas formas de esclavitud que nada tienen que ver con un puesto de trabajo que garantice la dignidad del asalariado y su capacidad para llevar una vida fuera de la exclusión social, tal como ocurría en España hasta el año 2010. Hoy trabajar ya no es sinónimo de dejar de ser pobre. Lo saben muy bien los miles y miles de trabajadores y trabajadoras que viven en la Comunitat Valenciana y que trabajan en la hostelería, un sector, por cierto, que ha sabido lidiar muy bien con la crisis y experimentar un gran crecimiento económico, que se ha traducido en importantes beneficios para los empresarios de este sector.

Los empleos que se han creado a raíz de la aprobación de las reformas laborales no deberían tener esta catalogación, ya que las condiciones de sus contratos y los sueldos míseros que traen aparejados no permiten tener una vida con unos mínimos de dignidad. El ejército de trabajadores pobres que ha generado la nueva normativa laboral tiene que llevar al próximo Ejecutivo a abordar como primera cuestión un plan por el empleo de calidad, ya que no podemos continuar considerando como tal a aquel que no le permite al trabajador comer y pagar su casa.

Ésta es la realidad a la que nos enfrentamos y en UGT esperamos que más allá de los eslóganes propios de la campaña electoral, exista un compromiso real del futuro gobierno de ponerse a trabajar con los agentes sociales para negociar las nuevas condiciones que deben imperar en el mercado laboral, y que evidentemente tienen la obligación de acabar con esta lacra. La época en la que se pedía al trabajador más sacrificios en forma de devaluación salarial, de indemnizaciones y de confianza en el futuro, está finiquitada para este sindicato, máxime cuando los empresarios que lo hacían, bien a título individual, bien como portavoces de sus organizaciones empresariales, no han sido precisamente un modelo de austeridad, y muchos de ellos, forman parte de ese 1% que ha visto cómo su riqueza ha aumentado durante la crisis.

Casi una década después de que estallara esta crisis, son muchos los riesgos que como sociedad corremos. El sistema, a través de las nuevas normas que ha impuesto, es el que ha provocado la alta irritabilidad social. Es el momento de tener las suficientes alturas de miras como para romper algunas de ellas y volver a la normalidad laboral y democrática en la que hemos convivido en los últimos 40 años. Si no somos capaces entre todos de superarlas, el sistema corre el gran riesgo de saltar. Cualquier observador medio ya se ha dado cuenta que hay demasiados indicadores que nos están avisando de que estamos entrando en esa espiral. Si se persiste en mantener las rígidas recetas económicas, que a estas alturas ya es más que evidente que han sido un fracaso, la indignación no hará más que aumentar.

Los sindicatos de clase tenemos el deber de convencer a la clase dirigente de este país de la necesidad de un cambio. A ello nos vamos a poner en cuanto tengamos un nuevo gobierno porque estamos convencidos que solo con la estabilidad política que surja de un proyecto compartido entre los agentes sociales, los partidos políticos y la sociedad será posible hacer frente a un futuro incierto que hoy nos amenaza.