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La memoria olímpica

La memoria conforma un espacio mítico, seguramente poco fidedigno, aunque no necesariamente falaz. Los neurocientíficos insisten en que no debemos fiarnos en exceso de nuestros recuerdos, si bien la escasa certidumbre del ayer no equivale ni mucho menos a su falsedad. «Cualquier tiempo pasado fue mejor», dice el poeta, y es probable que así sea: los veranos de nuestra infancia, la música y las lecturas de nuestra juventud, los mitos épicos del deporte, la inocencia de un mundo que se abre todavía virgen, inexplorado y misterioso. ¿Éramos mejores que los adolescentes de ahora? En absoluto, pero éramos jóvenes y eso lo tiñe todo con el virtuoso color de la autenticidad. Recuerdo, por ejemplo, haber seguido con fascinación los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984 o los posteriores de Seúl 1988 la proeza de Carl Lewis o el oro dopado de Ben Johnson; la España de Antonio Díaz-Miguel contra los Estados Unidos de Michael Jordan, Pat Ewing y Bobby Knight; la primera medalla olímpica de un español en pista de atletismo: José Manuel Abascal en una carrera legendaria que ganó Sebastian Coe; el salto enorme que supusieron en el medallero y en la convicción de ser un país moderno los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, los últimos que seguí con algún interés, precisamente en la frontera que separa la infancia y la adolescencia del inicio de la vida adulta.

Sucede igual con el fútbol, con el baloncesto, con el ciclismo o el tenis, con casi cualquier otro deporte. Miguel Induráin y Perico Delgado; el Barça de Johan Cruyff y la quinta del Buitre; Lendl, Wilander y Edberg; Audie Norris, Drazen Petrovic y Arvydas Sabonis; las primeras retransmisiones en TVE de la NBA, con la locución peculiar e inolvidable de Ramón Trecet; el descaro en la imaginación de un Magic Johnson, la elegancia muy New England de un Larry Bird; el gancho desde el cielo, como un rascacielos, de Abdul-Jabbar... Todo ello conforma esa textura de la inocencia que es la memoria, cuando todavía no ha sido socavada ni puesta a prueba por las vicisitudes de la vida. ¿Era mejor, más puro, más honesto y auténtico el deporte de entonces? No. Sencillamente éramos niños, más tarde jóvenes y, a nuestros ojos, se ofrecía algo muy similar a la épica de los antiguos. Al igual que los héroes mitológicos, los deportistas eran unos semidioses, figuras aladas de fuerza sobrehumana. Luego, más tarde, dejan de serlo, como es natural. El mundo de la realidad adulta permite menos excesos a la imaginación. Y el deporte, en el mejor de los casos, se convierte en una variante del ocio, en una pasión secundaria.

Ahora se habla de la denominada generación EGB para rememorar aquellos años dorados, del mismo modo que, en unas pocas décadas, los niños de hoy evocarán las hazañas de Rafa Nadal, del Barça de Leo Messi o de la España de Pau Gasol. Entonces, también les parecerá que se han perdido las formas, que sus hijos estudian menos que ellos y que los Juegos Olímpicos carecen del encanto de antaño, cuando los auténticos héroes se batían en la pista contra rivales legendarios. Los mitos se fabrican en la conciencia imberbe de la ilusión y se romantizan con la experiencia de la vida adulta. Su prestigio, el del deporte, digo, forma parte de la erótica de la juventud. Y me parece bien que sea así. Cada generación necesita sus figuras ejemplares, sus modelos a los que imitar, la esperanzada convicción de que el heroísmo es posible y el futuro un lugar por conquistar.

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