Aunque llevamos ya más de medio año con un Gobierno en funciones, muchos mecanismos del Estado y del Derecho siguen funcionando, al depender de Europa, de los tribunales o de autoridades administrativas independientes. Y de ahí están llegando en los últimos tiempos noticias que van en la dirección de poner coto a derroches que durante mucho tiempo parecían imposibles de erradicar.

La CNMC (Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia) está persiguiendo y sancionando con fuerza los cárteles que habían surgido en numerosos sectores económicos. La llamada devaluación interna de los últimos años, con una rebaja generalizada de salarios y costes (que ha puesto de actualidad el bajo coste a todos los niveles) es una especie de bajada de la marea en la que quedan al descubierto, como rocas, aquellos sectores económicos protegidos de la competencia, que siguen manteniendo fuertes beneficios. Un cártel es un acuerdo oculto entre empresas teóricamente competidoras, con el que consiguen eliminar la competencia y obtener mejores condiciones en perjuicio de sus clientes, que pueden ser los consumidores o, con frecuencia, las administraciones públicas.

Un ejemplo es de los contratistas de determinados suministros del AVE, al que la CNMC acaba de imponer una sanción de 6 millones de euros. Teniendo en cuenta el altísimo coste de las obras del AVE, que tanta polémica ha provocado resulta especialmente escandaloso que una parte de ese dinero se haya malgastado como consecuencia de maniobras dirigidas a eliminar la competencia, y que los implicados se hayan repartido los beneficios. Aunque las cifras de las multas pueden parecer a primera vista modestas en comparación con el coste de las obras, hay dos factores muy importantes. El primero, que, junto a la multa, las empresas pueden quedar excluidas de la contratación pública, lo que produce un efecto disuasorio muy superior. El segundo, que una vez impuesta la sanción se abre la vía para que el perjudicado (en este caso, ADIF, es decir, la Administración) recupere las cantidades que ha pagado de más como consecuencia del cártel, y aquí las cifras pueden ser muy relevantes. No tiene por qué producirse ese fenómeno tantas veces denunciado, de que el dinero robado nunca se recupera.

Casi a la vez que esta sanción de la CNMC se ha conocido el proceso penal abierto en relación con sobornos y sobrecostes en las obras del AVE. Todo indica que hace algunos años se quiso poner fin a las prácticas corruptas en este sector, y de ahí el proceso penal y la investigación de la CNMC. El actual lamento por la corrupción, del que se quieren extraer consecuencias políticas concretas, parte de un diagnóstico en parte erróneo. La corrupción siempre ha estado ahí. Muchas de las conductas que ahora se persiguen, sencillamente se daban por supuestas. En muchos casos, personas y gremios muy serios en sus planteamientos técnicos eran capaces de establecer murallas chinas en sus cerebros para asumir como supuestamente inevitables prácticas corruptas de este tipo, que suponen el falseamiento y la infracción de todas las reglas imaginables. Es ahora cuando, por muchas razones, toda esa impunidad está saltando por los aires.

En esto como en tantas otras cosas, el impulso ha venido fundamentalmente de Europa (y esa es una de las razones por las que entre nosotros sería inimaginable „y en todo caso sería suicida„ cualquier movimiento antieuropeo). Tanto el impulso a la persecución de las conductas contrarias a la competencia, como la reforma de las normas de la contratación pública (que ha supuesto un límite importante a las adjudicaciones directas y a los modificados con grandes sobrecostes, por poner sólo dos ejemplos), han venido por imposición directa del Derecho europeo.

Precisamente uno de los asuntos urgentes que se encuentran sobre la mesa del próximo Gobierno y de las recién elegidas Cortes es la aprobación de una nueva Ley de Contratos del Sector Público, que incorpore a nuestro Derecho las directivas 23, 24 y 25 de 2014, cuyo plazo de transposición acaba de finalizar. Con estas directivas se extingue, por ejemplo, la posibilidad de adjudicar directamente, mediante el simple requisito de solicitar tres ofertas, determinados contratos sólo por el hecho de que no alcancen un determinado umbral económico (lo que muchas veces ha llevado a que se les dé justamente esa cuantía para evitar la licitación). Además, está previsto que se convierta en obligatorio el actual recurso especial en materia de contratación, que en la práctica ha tenido mucho éxito y ha llevado a que se recurran, y se anulen, adjudicaciones que antes nadie se molestaba en llevar a los tribunales, debido a su lentitud.

Esta objetivación de los contratos públicos debe llevar a un considerable esfuerzo de gestión y a un cambio de mentalidad a las administraciones públicas. Así, no tiene sentido pasar de un extremo (las adjudicaciones directas a precios no competitivos) a otro (la pura subasta a la baja de cualquier contrato), sobre todo en prestaciones, como las de servicios profesionales, en que entran en juego muchos factores, no sólo el precio. Es necesaria una contratación inteligente, que sea capaz de seleccionar la oferta realmente adecuada a las necesidades de la Administración, sin restringir la competencia. También se detecta que en muchos casos la discrecionalidad que ha sido expulsada por la puerta (al prohibirse las adjudicaciones directas) vuelve a entrar por la ventana, puesto que las administraciones establecen unos requisitos de «solvencia y técnica y profesional» que en muchos casos, al exigir una determinada experiencia previa totalmente pormenorizada, constituyen un auténtico traje a medida de un determinado empresario. Seguramente el control de estas cláusulas dará lugar a muchos debates en los próximos años.

Y el último campo de ahorro público, también impulsado desde Europa, es el control de las ayudas públicas, en el que últimamente se ha hecho pública la decisión de considerar ayudas públicas, y además ilegales, a las concedidas en los últimos años a varios equipos de fútbol „entre ellos el Valencia CF„ no sólo en España. El control europeo de las ayudas públicas es muy interesante jurídicamente porque supone desentrañar operaciones que no se consideran subvenciones (con frecuencia se camuflan bajo ropajes diversos), y que a veces ni siquiera suponen la inversión de dinero público (sino, por ejemplo, de dinero de los consumidores como ocurre con la tarifa eléctrica), pero que objetivamente favorecen a una empresa frente a sus competidoras y que no tienen otra explicación económica que la de ayudarla, porque no son rentables ni beneficiosas para la Administración que las realiza o las impulsa. El control comunitario de las ayudas públicas supone quitarle al Estado uno de sus poderes más antiguos y fundamentales, el de hacer favores, porque supone que sus políticas, cuando favorecen a algún grupo en particular, deben ser costeadas por él, salvo que existan razones justificadas que expliquen el otorgamiento de una ayuda.

No hace falta, por tanto, plantear un debate maniqueo entre déficit o recortes. Se puede mejorar „y mucho„ el manejo de los fondos públicos sin recortar el Estado del Bienestar. Es más: esta clase de ahorros tal vez sea la única forma de evitar los recortes.