Si alguien piensa que lo ocurrido en Turquía es un simple golpe de Estado anacrónico, mal concebido y peor ejecutado, conoce solo una parte de la verdad, que es mucho más compleja y que hunde sus raíces en el rechazo por parte de la Turquía profunda del proceso de secularización que impuso Mustafa Kemal Ataturk al poner fin a 600 años de Imperio Otomano. Desde entonces, los turcos se han definido como kemalistas y antikemalistas, una distinción que resulta fácil de observar en las mujeres, unas vestidas a la occidental y otras modestamente cubiertas como exigen los preceptos musulmanes. Durante estos años, los militares turcos se han erigido a sí mismos en garantes de la laicidad del Estado y su intromisión en la vida política ha sido constante con esta excusa.

Pero los islamistas han existido siempre y en 2002 llevaron a Recep Tayyip Erdogan al poder por la vía democrática gracias a la conjunción de esfuerzos entre el partido de Justicia y Desarrollo (AKP) y el movimiento de Fetullah Gülen, un seguidor de Said Nursi que en los años veinte ya predicaba la desobediencia civil contra el gobierno secular. Gülen, más hábil, ha evitado siempre la confrontación directa con el poder para crear una fuerte estructura educativa que le ha llevado a colocar a sus peones, gente muy preparada, en el control de los principales resortes del Estado. Su método es la simulación y el apoyo mutuo y sus miembros funcionan como una cofradía secreta. Pero eran los funcionarios de Gülen, islamistas encubiertos, los que hacían funcionar El estado de Erdogan.

Todo fue bien entre ambos hasta que les separaron tres acontecimientos: la frustración europea, la primavera árabe y distintas concepciones del islam. Los turcos se han dado cuenta de que a pesar de las esperanzas que les dieron, no van a ingresar en la UE. Europa no es un club cristiano, pero es un club y tiene reglas que hay que cumplir (los llamados criterios de Copenhague) y Turquía no los cumple ni los va a cumplir por el camino que lleva. Ya no necesita, por tanto, a los tecnócratas formados por Gülen para las complicadas negociaciones de adhesión.

Por otra parte, la primavera árabe acabó con la habilidosa política de Erdogan de cero problemas con los vecinos para llevar a Turquía a meterse de lleno en los problemas de Oriente Medio. Y ha sido entonces cuando las diferentes concepciones del islam que tienen Erdogan y Gülen se han mostrado irreconciliables: Erdogan defiende una versión radical suní (estuvo en la cárcel en 1999 por incitar al odio religioso), que le ha llevado a apoyar a los Hermanos Musulmanes y a enfrentarse a los chiítas en toda la región. Por eso tardó mucho en oponerse al Estado Islámico, se ha peleado a muerte con el régimen alauita de Bachar al Asad en Siria, se ha enemistado con el general Al Sisi de Egipto (que derrocó al presidente Morsi respaldado por los Hermanos Musulmanes), y se las tiene tiesas con los chiítas de Teherán. Gülen, por su parte, defiende una visión mucho más tolerante (e hipócrita) del islam, acepta otras versiones en su seno y rechaza el uso de la violencia como instrumento político. Lo que está en juego son dos concepciones diferentes del islam político. Erdogan se ha convertido en un monstruo para Gülen, mientras éste es un traidor para Erdogan.

Las tensiones entre ambos estallaron en 2013, cuando Erdogan cerró los internados gestionados por el imperio educativo de Gülen, que respondió moviendo a periodistas y jueces de su cuerda que desvelaron casos de corrupción que implicaban a Erdogan. Éste reaccionó metiendo en la cárcel a sus acusadores, dirigiendo su ira contra Gülen (a estas alturas ya refugiado en Pensilvania) y acusando a los gulenistas de constituir un Estado dentro del Estado, «una estructura paralela» (lo que parece cierto), de ser «como un cáncer que ha hecho metástasis» y un riesgo para la seguridad del Estado. Su purga estaba en marcha cuando se produjo el chapucero golpe de estado militar, y Erdogan lo ha aprovechado para acusar de complicidad a los seguidores de Gülen, estén o no implicados en la asonada, que muchos no lo están y él lo sabe. Hay más de 80.000 personas detenidas, de los que 42.000 trabajaban en el Ministerio de Educación, 10.000 militares (entre ellos, 150 generales y almirantes), 3.000 policías, y 2.500 jueces y fiscales. Además, 1.043 escuelas privadas han sido cerradas, igual que 15 universidades e infinidad de colegios mayores. Todos los decanos del país, 1.577, han sido obligados a dimitir. Y lo curioso es que la oposición laica apenas protesta e incluso ha participado en una manifestación de apoyo a Erdogan en Estambul el pasado domingo. No quieren golpistas ni islamistas.

Pero a medio plazo, los laicos lo van a tener crudo porque ahora Erdogan intensificará su deriva autoritaria con encarcelamiento de más periodistas críticos, cierre de medios de comunicación hostiles (como cerró Zaman, el periódico de mayor tirada) y dilución de la división de poderes para hacer predominar al Ejecutivo y convertir la actual república parlamentaria en una república presidencialista... dirigida por él. Incluso se habla de restaurar la pena de muerte. El problema es que Turquía no es un país cualquiera, sino un aliado de la OTAN en un entorno muy hostil, con Rusia al norte y el Estado Islámico al sur, entre otros vecinos poco apetecibles. Por eso su importancia para EE UU y Europa no va a disminuir y eso seguirá matizando nuestra política hacia Ankara.