Cuando el anciano ermitaño me preguntó, hace años, si alguna de las cosas que hacía yo en Madrid servía de algo verdaderamente serio para los demás, no supe qué responderle. Anclado en su cama y encerrado en su tosca habitación, me miraba mientras en su mano derecha sostenía un rosario con muchos años en sus cuentas. Y sonreía: como siempre que nos veíamos, le había comentado mis andanzas madrileñas, y, como siempre, de nuevo, con una humildad admirable, me había escuchado sin interrupción alguna, Pero de pronto, de golpe y porrazo, sus palabras estallaron ta como las he redactado al comienzo. Quedamos en silencio y caí en la cuenta de que las cuentas del rosario avanzaban entre sus dedos rugosos. Tras interrogarme por el sentido de mi excitante vida, regresaba a la suya, escondida, quieta, segura, esperanzada, y sobre todo, sobre todo, sencilla. Me hizo un gesto para que descendiera su cama articulada, cerró los ojos y solamente daba un signo de vida: sus labios musitaban las oraciones de su devota letanía. Permanecí un rato a solas con tal hombre admirable y antes de salir de la habitación, le subí un tanto las mantas que se le habían escurrido. Ya en el patio de la ermita, me dirigí hacia el fascinante mirador sobre el Mediterráneo, y comprendí que algo estaba fallando en mi vida, excitante pero interrogada como pocas veces. Me descubrí sin saber exactamente quién era y el sentido de lo que hacía. El sol se ponía sobre el mar. Tuve esa nostalgia que nos sobrecoge cuando la vida nos supera. Y al poco, el sol había desaparecido.

Pienso en todo esto al cerrar las páginas de En el silencio de la cultura, un ensayo magnífico y pedagógico de Carmen Pardo, esa filósofa de la música, y del sonido tecnológico, que me ha seducido más allá de cuanto esperaba. Como el anciano ermitaño, pero llevándome de la mano hasta mi terreno cotidiano, el de la cultura, ha descoyuntado todas mis esperanzadas combinaciones intelectuales sobre la realidad, para dejarme boquiabierto ante la disolución conceptual en la que estamos sumergidos desde que las imágenes de Wharhol se convirtieran en paradigma de casi todo. Todo es reproducción, todo es tan-tan repetitivo, todo parece entregarse a la banalidad no del mal, que sería algo serio en su terribilidad, antes bien a la frivolidad, satisfechos de pasearnos por cualquier museo a marchas forzadas y fotografiándolo todo de todo, pero sin llevarnos un solo detalle en el ánimo íntimo.

Ese ámbito en el que solía descansar la cultura, el conjunto asumido de nuestra vida, la existencia revaluada por cada uno de nosotros. El mundo interior desde el que crear un mundo nuevo. Se acabó. Ni hay tiempo. Ni hay necesidad. Ni hacerlo tiene un mínimo de sentido en nuestra sociedad. Tantas veces, la religión, la universidad, la literatura, la música, el arte y toda esta sucesión ancestral, nos resulta inútil para hacer frente a la tecnología en cadena. La peste de Wharhol. La sociedad de la multicopiadora. De la reproducción. Toda vez, repetimos con nuestra autora, que el concepto ha muerto. Es decir, lo hemos asesinado en medio de las carcajadas de los dueños del planeta que han conseguido lo que venían deseando: dejar de pensar para dejar de soñar.

El ermitaño tenía razón con el dardo lanzado desde su soledad sonora. Como la tiene Carmen Pardo desde sus páginas densas pero del todo clarividentes. Porque si un hombre sin contenidos recupera en este momento aquello de «puedo prometer y prometo» sin que nos lancemos en su persecución, es santo y seña de que hemos aceptado demonizar el pasado fidedigno a la vez que afirmamos sus melodías sin contenido. Este es el drama que nos acoge: repetir lo accidental tras haber perdido lo sustancial. No se trata de pensar la política, por ejemplo, porque se trata de conseguir el poder. Y después, pretender transformar la sociedad o lo que sea. Pero no conseguimos transformar nada de nada. Solamente llegamos a vestir lo anterior de «ya es primavera en El Corte Inglés», sin interrogarnos por el fondo de armario. Podemos acabar reproduciendo los errores del PP al revés. Y el resultado será el mismo: vencedores y vencidos, para nada el pretendido cambio del maloliente sistema.

Releo lo escrito y me parece un tanto airado. Seguramente un aire de radicalidad me constipa el alma. Pues que así sea. Pienso, mientras los barcos abandonan el puerto, que también nosotros, tras hacer escala en el puerto de la esperanza humanista, navegamos hacia un finisterre incógnito y sobrecogedor. Wharhol venció. El ermitaño interrogaba con una inocencia demoledora. Carmen Pardo me llevaba hasta el abismo de la derrota. Y yo, un pobre mortal de vuelta de casi todo, perdía la inocencia de la madurez al descubrirme vacío de rodrigones consistentes. Volvemos a un enriquecido medioevo en el silencio de la cultura. Volvamos a los monasterios. Al tacto de los libros. Al concepto.