Los dos se acostumbraron a los empujones, gritos, y desprecios para luego, en un plis plas, ellos mismos reírse las gracias. Era un juego peligroso que practicaron durante años y que fue subiendo de tono hasta que llegaron las agresiones y el hijo mayor del matrimonio decidió que, siendo un juego, quería jugar. También empujaba a su madre y en alguna ocasión la imitación era perfecta; de un manotazo tiraba la comida al suelo. Eran seis hijos, tres varones y tres hembras, y en aquella casa de locos nadie ponía freno. La abuela materna venía cada poco por sorpresa con el fin de vigilar y proteger a su hija. Un día en su presencia el nieto matón hizo lo que hacía siempre. Pataletas, insultos y empujones. La abuela sabía más de lo que ellos creían.

Desde que amanecía el día ya estaba en su «puesto» vendiendo fruta y verdura. Luchó mucho para sacar a la familia adelante y arrestos le sobraban para plantar cara a quien se pusiera por delante. Yerno y nieto incluido. Tenía claro que no iba a permitir que el imitador de su padre aterrorizara a la familia y especialmente a su hija. Sus agresiones eran como ráfagas pero siempre con el escudo de «es un juego». Un día la abuela vio moretones en los brazos y piernas de su hija; al preguntar culpó a una caída por la escalera. Habló con ella y confirmó sus sospechas. Se fue a por su nieto, 26 años, y le advirtió: «Si le levantas la mano a mi hija te denuncio, cabrón». Semanas más tarde se plantó en comisaría y lo denunció. Cuando en casa se conoció su decisión casi se la comen pero estaba preparada para eso; «ustedes pueden matarse pero yo no seré cómplice de lo que los dos han permitido aquí dentro», dijo señalando al yerno. Una investigación dejó al descubierto que las chicas de la casa podían haber sido madres prematuras. Padre e hijo fueron detenidos y acabaron en prisión. La que más lloró fue la agredida. La abuela no volvió a pisar la casa. Murió con la conciencia tranquila.