Que vivimos a crédito ya nos lo temíamos, pero saber que lo que deben las administraciones públicas españolas supera a todo lo que este país es capaz de producir en un año, estremece. En total, 1.107 billones de euros, un 100,9 por ciento del PIB. Cada español, aunque sea insolvente o acabe de nacer, debe el equivalente a un coche, más de 23.000 euros. Estas cifras oficiales, desmienten la supuesta gran gestión económica de Rajoy. Arregló algunos indicadores, cierto, pero agravó otros como la deuda pública. Nadie discute que Zapatero fue un manirroto y encima inventó aquella tontería de «regalar» cuatrocientos euros a cada español, le hicieran falta o no, siempre a crédito, por supuesto. Pero es que Rajoy ha acumulado más deuda pública en una legislatura que Zapatero en dos, exactamente 9.000 millones más. Es decir, cada vez estamos más endeudados y hay menos confianza en los dirigentes políticos, que, salvo excepciones, rivalizan por distinguirse en el despropósito.

Sobre el crecimiento de la deuda ya nos advirtió recientemente el Fondo Monetario internacional al señalar que España juega con un peligroso cóctel: desempleo demasiado alto, deuda pública desbocada y envejecimiento de la población acelerado. Esta grave situación que sienta las bases de una posible quiebra económica del Estado a medio plazo, y estas serias advertencias, deberían dar pie a un debate nacional constructivo de emergencia; pero nada de eso sucede. Aquí cada dirigente afronta las crisis -empezando por la inexistencia de Gobierno- en clave de partido o de supervivencia personal. Se entiende que Sánchez quiera situar al PSOE como alternativa de poder porque quienes le votaron lo hicieron para desalojar a Rajoy de la Moncloa; pero si los resultados mandan y no hay otra opción, habrá que ser flexibles y permitir la formación de Gobierno. Así se lo han expresado Felipe González y otros históricos del PSOE. Otra cosa es que en su partido haya varios dirigentes regionales esperando a que Sánchez haga ese gesto para prescindir de él. Una tristeza de situación, pero de nuevo los intereses personales y de partido pasan por delante de los del país. En cuanto a Rajoy y al PP, la última semana ha sido esperpéntica: reciben una propuesta de pacto de Ciudadanos -cuando hubiera tenido que ser al revés porque debe trabajar más, o algo al menos, el que quiere ser investido-, se toman una semana para reflexionar y cuando se les pregunta a la salida de esa reunión, el propio Rajoy dice que no se ha tratado el tema. Claramente, pues, o es una tomadura de pelo, o solo se quería ganar tiempo. Tiempo para llevar a Sánchez al límite, o para forzar unas terceras elecciones, aunque sean el día de Navidad, como se ha considerado.

Es tal la desconfianza hacia la gestión política, que ante la simple hipótesis, plausible, de celebrar terceras elecciones y de que no se pueda evitar el día de Navidad, el asunto ya ha pasado a manos de los humoristas. Reír para no llorar. Como señalan en un dibujo Idígoras y Pachi, si hay elecciones el día de Navidad habrá récord de participación porque «un español es capaz de cualquier cosa por escaquearse de una reunión familiar». Chascarrillos aparte, parece claro que la capacidad de los políticos actuales para generar desconfianza en la población, como se aprecia en cualquier conversación en el trabajo o en la calle, es máxima. El asunto es aún más grave porque con la confianza por los suelos en las instituciones y quienes las ocupan, la implicación de la ciudadanía con el Estado se reduce, la recaudación fiscal se resiente lógicamente y ese desequilibrio entre ingresos y gastos crece.

Aun así, aguantamos porque este país tiene una gran capacidad de resistencia, porque el turismo va viento en popa y las exportaciones se mantienen. Pero cuidado, porque un simple incremento del precio del petróleo, podría agravar la situación. Preocúpense los ciudadanos de estos asuntos vitales, ya que quienes deberían hacerlo, están en otras cosas supuestamente públicas, pero descaradamente particulares.