La Federación Valenciana de Caza es la segunda por número de federados en la Comunitat Valenciana, es además, una actividad que da empleo en todo el país a 30.000 personas. Pese a ello, soplan vientos contra el cazador. Al menos, de incertidumbre. Los cambios políticos de los últimos años han traído consigo el anuncio de futuras medidas reguladoras basadas más en prejuicios ideológicos que en un verdadero conocimiento.

La caza no es una pugna de trofeos. Es una actividad que nos incardina con nuestro ser más profundo, que nos recuerda lo que fuimos. Un cazador puede volver a casa muy satisfecho con el zurrón vacío, sin haber disparado un solo cartucho. Sentir un amanecer entre montañas; los aromas matinales de pino, romero, tomillo... fragancias que van turnándose en intensidades según avanza el día; sorprenderse con constantes cambios de colores que transforman el mismo paisaje por minutos; descubrir obras realizadas para refugio de hombres y animales, hoy olvidadas en su uso y en el tiempo; descifrar las señales que nos regala la Naturaleza, aprender su propio lenguaje, disfrutar de un abanico de sensaciones mientras inventamos sendas que no volveremos a trazar; descubrir huertos recónditos de olivos, almendros o viñedos protegidos por murallas que crearon nuestros abuelos y que ya nadie visita, ni aprovecha; confundirse con el propio monte; parar a descansar unos instantes bajo la sombra de un chopo, y sentir la magnitud de lo que te rodea, siempre atento al inesperado lance. Disparar un objetivo fotográfico conlleva otras emociones.

La caza es un buen manojo de sentimientos que han sido transmitidos frecuentemente de generación en generación. Miguel Delibes dedica Diario de un cazador a su padre. Entiendo que para un urbanita, anclado en el asfalto, la caza pueda resultarle extraña. Pero no alcanzo a comprender las posiciones dogmáticas: ni la de supuestos animalistas para quienes la vida animal es poco menos que sagrada, ni la de esas personas que parecen siempre dispuestas a respetar mil culturas distantes en el mundo, pero que son incapaces de tener una mínima consideración a las próximas.

Quizás los nuevos abanderados de la ecología de diseño y de lo políticamente correcto no necesiten grandes esfuerzos para acabar con la caza. En los últimos veinticinco años se han perdido en España más de medio millón de licencias. Los cazadores intuimos que no existe relevo generacional. Pese a ello, algunos se obstinan en organizar el mundo rural desde sus despachos de la metrópolis. Sólo me consuela saber que siempre quedará aquello que podamos contar quienes recorrimos caminos inexistentes en nuestros campos.