L as mejores universidades y centros científicos de Estados Unidos, Alemania, Reino Unido, Francia y de algunos otros Estados desde finales del siglo XIX, atraen a los mejores científicos, médicos e ingenieros sea cual sea su nacionalidad. En esos países la financiación pública y privada de la ciencia y la tecnología es una prioridad centenaria que ha abierto una brecha considerable con la inmensa mayoría del resto de países.

La libre circulación por el mundo de las mejores inteligencias lejos de ser negativa es muy positiva para la Humanidad; para nuestro bienestar. Y es igualmente beneficioso para los que emigran atraídos por excelentes ofertas económicas de las mejores universidades, centros de investigación y empresas del mayor nivel. EE UU ha llevado a cabo la política científica y tecnológica más agresiva de entre los grandes estados, con espléndidos resultados, solo resistida por algunos países de la Unión Europea, y recientemente por China, India o por Corea del Sur.

La emigración del talento excepcional no es un fenómeno nuevo, ni nuevas son nuestras deficiencias en esta materia, pues España no es receptora de grandes científicos, ingenieros y médicos y, sin embargo, modestamente, exporta talento de primer nivel. Lo que, sin embargo, es nuevo en nuestros días es la que podríamos denominar emigración del talento medio. Esto es, la emigración de decenas de miles de licenciados, graduados e ingenieros españoles a los Estados más avanzados científica y tecnológicamente. Jóvenes, por lo general, con una preparación medio-alta, que emigran para ganarse la vida porque en nuestro país no encuentran trabajo acorde a su preparación.

Así como hasta finales del siglo XX la emigración del talento se consideraba como un signo de prestigio y de calidad de los que emigraban, ahora se ha generalizado la opinión de que la emigración del talento medio es negativa; signo de la incapacidad de nuestra sociedad para ofrecer un puesto de trabajo a sus licenciados, graduados e ingenieros. Y tenemos que coincidir con esta opinión, pues no cabe duda de que la emigración de nuestros jóvenes universitarios a otros países de la Unión Europea, o de fuera, salvo contadas excepciones, es un signo de fracaso de nuestra sociedad.

¿Pero cuál es la causa del fracaso? Y ¿cuál el remedio? Decir, como suele ser habitual, que la causa de la emigración, y en particular la más reciente, es la crisis económica, supone una simplificación insuficiente. A nuestro juicio son otras las causas principales. En primer lugar, la universidad española nunca ha ajustado la oferta de sus plazas a la demanda de la sociedad: ni en términos cuantitativos ni en términos cualitativos. De manera que, por ejemplo, si de un determinado grado universitario egresa un número muy superior al que la sociedad puede emplear, estaremos, permítasenos la expresión, produciendo parados. Estos desajustes tienen lugar lustro tras lustro sin la menor rectificación de las universidades y los poderes públicos concernidos.

Los científicos, profesionales sanitarios, ingenieros (y algunos otros graduados que estudian conocimientos y habilidades universales) tienen una posición privilegiada, por comparación a la mayoría de los demás graduados, porque aunque no encuentren empleo en España su preparación les permite emigrar. Pueden eludir el desempleo buscando ofertas de trabajo cualificado en otros estados, en particular en los más desarrollados de la UE. Sin embargo, este mal menor, el de la emigración, en nada mitiga el fracaso de nuestra sociedad.

El desajuste de que hablamos, entre oferta de talento y demanda de talento, tiene una considerable gravedad porque cada graduado ha supuesto un coste económico muy considerable para el Estado y para las familias españolas. Se trataría de una inversión ruinosa. En el caso de los licenciados, graduados e ingenieros que consiguen emigrar a otros países, la inversión de Estado y la de las familias españolas es aprovechada por otros, sin retorno alguno para España, aunque quepa el consuelo de que la formación recibida es útil a los emigrantes en cuestión.

La circunstancia de que los científicos, ingenieros y médicos españoles, entre otros, no encuentren dificultades para encontrar trabajo en universidades, empresas u hospitales de los países más desarrollados revela que han aprendido conocimientos universales, y que su formación está a una altura homologable a la de los países que los emplean. En el caso de los egresados que conducimos directamente al paro, la inversión pública y privada es todavía más ruinosa, ni siquiera cabe el consuelo de que los conocimientos adquiridos puedan servirles para obtener trabajo fuera de España.

La situación descrita con pinceladas gruesas es muy insatisfactoria, porque pone de evidencia un despilfarro de recursos económicos e intelectuales que es de imposible justificación, así como la frustración de miles de jóvenes y de sus familias que sienten un desafecto considerable hacia los poderes públicos. ¿Se están poniendo los medios necesarios para poner fin a la sangría del talento? No lo parece. Después de ocho años de crisis económica, se ha incrementado el número de españoles que han emigrado, cerca de cien mil en 2015, tres veces más que al principio de la crisis.

Como en tantos otros casos, el problema tiene solución. No tenemos más que mirar lo que sucede en los Estados más desarrollados. En primer lugar, el número de universitarios españoles (cerca del 1,5 millones) es el doble de los estudiantes de formación profesional (unos 700 mil). Justamente en Europa la proporción es la inversa. Es decir, el número de estudiantes de formación profesional es el doble del número de estudiantes universitarios. La Unión Europea ha puesto de manifiesto la anomalía española, e indicado que debemos invertir el porcentaje antes señalado. Y aunque se están tomando algunas medidas para solucionar el problema son a todas luces insuficientes. En segundo lugar, las universidades no pueden ofertar el número de sus plazas de manera irresponsable, sin la menor coordinación entre ellas, y sin tener en cuenta la demanda social presente y futura: los jóvenes tienen que tener la expectativa cierta de poder ejercer la profesión o profesiones para las que estudian.

En tercer lugar, las universidades deben, además de formar profesionales suficientes para el funcionamiento de la sociedad, especializarse y orientarse hacia la innovación y la excelencia, dejando atrás una concepción en que la masificación era lo prioritario. Finalmente, sin las iniciativas empresariales que sean capaces de incorporar a los graduados, licenciados e ingenieros, seguiremos promocionando la emigración o la frustración. De manera que será necesaria una mayor coordinación y sinergias entre los poderes públicos, las universidades y los empresarios, asignatura que sigue pendiente.