Cuan nefasto es que se tenga por cierto lo que se le ocurre al último parlanchín. Estos días estamos asistiendo a un debate público sobre el concepto de corrupción y por lo que parece, los entendidos en la materia no acaban, ni de aclararse, ni de decidirse mientras deshojan la margarita: esto sí, esto no€ Si nos acogemos al Código Penal, corrupción sólo es lo que el código tipifica como tal. A saber: corrupción de menores y corrupción en los negocios. Cuando el Código Penal regula los delitos de financiación ilegal de los partidos políticos en los artículos 304 bis y 304 ter, no habla de corrupción. Tampoco se habla de corrupción en el cohecho (arts. 419 y ss), ni en la malversación de caudales públicos (arts. 432 y ss), ni en la prevaricación administrativa (arts. 404 y ss), por citar algunos ejemplos de corrupción que lo son, según el diccionario de la RAE que, la acepción cuatro del término «corrupción» textualmente dice: «En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores».

A la vista de tal definición puede pensarse que la RAE deja fuera de la corrupción aquellos supuestos en los que «el corrupto no es al mismo tiempo el beneficiario de su corruptela. Si esto fuera así, por la misma razón, se debería dejar fuera del robo -que consiste en «con ánimo de lucro apoderarse de las cosas muebles ajenas empleando fuerza en las cosas para acceder o abandonar el lugar donde éstas se encuentran o violencia o intimidación en las personas»- a aquéllos que se apoderan, por ejemplo, de un Picasso para su único y exclusivo deleite visual, sin intención de venderlo bajo ningún concepto. Tampoco sería autor de robo el Robin Hood de turno que quitara a los ricos para darlo todo a los pobres, pues no se iba a enriquecer ni un ápice con su actividad predatoria.

La Jurisprudencia, que es fuente material del derecho, aclara que tanto en el primer caso (Picasso) como en el segundo (Robin Hood) sí que hay robo, pues en ambos supuestos hay ánimo de lucro por parte del autor del apoderamiento, al considerar que también hay ánimo de lucro allí donde la acción está presidida por el mero «goce contemplativo de la cosa» del autor que, al mismo tiempo, no pretende ningún tipo de lucro económico. Lo mismo sucede con Robin Hood, el Tribunal Supremo establece que el ánimo de lucro también concurre allí donde hay un «acto de liberalidad de la cosa ajena en favor de terceros».

Se podría preguntar a los políticos interesados no solo en la investidura -que no son todos-, sino también y principalmente en acabar con la corrupción -carro al que todos dicen querer subirse- ¿por qué no acogen un criterio extensivo como hace el Tribunal Supremo con el ánimo de lucro, de tal modo que también se considerase corrupto a aquél que procede como dice la RAE aunque los euros no fueran a parar a su bolsillo?

Sería una solución contra la corrupción, pero no la solución, porque la lucha eficaz contra la corrupción también exige el apartamiento del cargo. Y claro, si son los propios amiguetes los que le tienen que decir al colega que «se vaya a casa y deje de trincar», pues, como que la cosa no va a estar muy clara. A ver quién es el guapo que tira la primera piedra, no vaya a ser que dé en el blanco.

Un modo de sortear este pequeño inconveniente, sería que fuera el juez quien dijera al fulano que se marchase a su casa. Vamos a ver. Cuando un juez o magistrado incoa o abre unas diligencias previas, es porque se le han presentado y por tanto obran en su poder indicios racionales de criminalidad que, al inicio de la instrucción, no siempre ni necesariamente apuntan a persona concreta. A lo largo de la instrucción, esos indicios, se desvanecen o se refuerzan y cuando esto sucede, normalmente se concretan en una o varias personas.

En todos los procesos penales, excepción hecha de los delitos privados, siempre interviene el Ministerio Fiscal, a veces también la acusación particular o la acusación popular. Pensemos por un momento en la prisión preventiva. Ésta, solo la puede acordar el magistrado, cuando así lo solicita al menos una de las acusaciones. En estos casos, el juez o magistrado, atendiendo a lo solicitado y a lo que obra en la causa, acuerda o deniega la prisión preventiva, que es una medida cautelar.

Cuando se habla de corrupción entiendo que lo importante, no es tanto el nomen iuris del hecho presuntamente delictivo, cuanto la tergiversación que haya podido padecer la función pública. Según el artículo 24.2 del Código Penal, funcionario público es «todo el que por disposición inmediata de la Ley o por elección o por nombramiento de autoridad competente participa en el ejercicio de funciones públicas».

Pues bien, creo que la solución al tema de la separación cautelar de la función pública -al funcionario o político indiciariamente corrupto- debería discurrir por vía judicial. Que fuera el juez o magistrado quien, previa petición de una acusación, con su prudente arbitrio y total autonomía e independencia frente al poder ejecutivo y en función de lo que obrara en la causa judicial, acordase cautelarmente y a la espera de sentencia firme, la suspensión cautelar del empleo o cargo público de aquel funcionario público o político que, según su leal saber y entender, así lo mereciera. Además, tal resolución, al igual que todas las resoluciones judiciales, sería susceptible de todos los recursos pertinentes. Mayor garantía imposible y para todos.