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Cuando los fanáticos moralistas somos nosotros

Acaba la temporada estival y por fin podremos vivir tranquilos sin la gran amenaza que suponen para nuestra moral las mujeres que acuden a la playa demasiado tapadas. Cuando en Arabia Saudí las autoridades dictan cómo deben vestir las señoras en los lugares públicos nos parece atroz, en cambio, cuando se hace aquí al lado, constituye una defensa de nuestros valores éticos.

Bien lo saben en Francia, donde este verano varios alcaldes prohibieron a las musulmanas bañarse o tomar el sol con el famoso burkini. Según las normativas, esta prenda (que solamente deja a la vista rostro, manos y pies) es un símbolo religioso que ataca "las buenas costumbres, la laicidad, la higiene y la seguridad", además de ofender a los franceses debido a los recientes atentados. El alcalde de Cannes, David Lisnard, lo calificó de "uniforme del extremismo islámico". Y para que el resto de ciudadanos no se sintieran agraviados por la ausencia de bikinis, nada mejor que multar, expulsar a las culpables o exigirles desvestirse en público. Sí, el Consejo de Estado francés- dando muestras de cordura- finalmente ha rechazado la prohibición, pero el antecedente ya está creado y sus defensores han vomitado odio impunemente durante semanas.

De nuevo, el cuerpo de la mujer se convierte en un espacio de debate en el que pueden opinar todos menos las propias afectadas. Seamos sinceros: esto no va de si el burkini y el velo son buenos o malos, va de controlar a una parte de la población. Va de convertirse en policía de la moral. La cuestión pasa siempre por fiscalizar el comportamiento femenino. Juzgar si enseñan demasiada piel o no la suficiente. Porque tan totalitario es obligar a una mujer a taparse como obligarla a ir destapada. E igual de patriarcal resulta multarte por llevar minifalda como por ir cubierta de pies a cabeza. En este caso, al machismo le añadimos un toque racista e islamófobo, que así cualquier iniciativa entra mejor.

Resulta curioso que cuando se habla de laicidad nadie proponga afeitar públicamente a los hombres musulmanes que llevan barba larga (inserten chiste sobre hípsteres aquí). Obviamente, sería una agresión brutal a su libertad. Entonces, ¿por qué se acepta que en Niza cuatro policías rodeen a una señora, le obliguen a quitarse la ropa y le pongan una multa por sentarse en la arena con camiseta de manga larga y pañuelo en la cabeza? ¿Por qué los demás bañistas se sienten legitimados para burlarse de ella y gritarle que se marche a su casa? Ya ni siquiera se censura el propio burkini, sino el no seguir ciertos cánones de vestimenta. Vamos, otra forma de aislar y estigmatizar a las musulmanas.

Por cierto, si realmente alguna de ellas llevara burkini contra su voluntad, la prohibición no conseguiría que mañana hiciese topless, sino que se quedara en casa y no pudiera disfrutar del mar.

En lugar de castigar a las mujeres que llevan la cabeza cubierta, deberíamos luchar por un entorno de libertad en el que todas podamos ir, de verdad, ataviadas como queramos. Ni la dignidad ni la valía dependen de los centímetros de carne que muestras. Y, en todo caso, la elección debe ser propia. Hasta el momento, ninguna ley impide ir a la playa con hábito de monja, traje de submarinista o disfraz de vaca lechera. Veremos qué pasa el próximo verano.

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